Hay historias que merecen empezar por el final. Esta comienza así:
-¿Lo tienes todo? ¿Crees que necesitas algo más?
-Está bien así, gracias.
-Si te faltara algo o quisieras puntualizar lo que sea, te doy permiso para que inventes todo.
«(…) te doy permiso para que inventes todo». Eso me dijo Eduardo Halfon, con ligera pero meditada picardía, sorbiendo un té cuyo sabor ya no recuerdo, en la librería Laie de Barcelona. O eso quisiera pensar yo que me dijo, pues en los tiempos que corren uno no puede estar seguro de nada, menos teniendo enfrente a un escritor que también es personaje, a un personaje que es, al mismo tiempo, escritor. Halfon vs. Halfon. Y vuelta a empezar.
Lo cierto es, si me preguntan, que mejor inventarse todo, inventarnos todos. Porque todo puede ser. Todo se resume en eso: Peut-être. Las medias tintas, las respuestas que conllevan de por sí la incertidumbre, los quiero y no puedo… Quizá todo esté pendiente de un error. Quizá prefiramos arañar las paredes o intentemos oír la voz inmutable del tiempo. Quizá estemos inmersos en el vacío o puede que existan sólo hechos sucesivos a los que intentamos conferir algún sentido. Impulsos y yerros, razón, orden y virtud contra instintos. Quizá algo así ocurrió entonces, pues todas las mentiras son piadosas. Y si Friedich Nietzsche aseguraba que «el placer de la mentira es estético», qué mejor ardid que la literatura para producir tal deleite.
¿Qué es real y qué no? Dicen, por ejemplo, que la fotografía es un fiel reflejo de la realidad. Sin embargo, el ojo tras la máquina capta aquello que quiere captar; de modo que, a pesar de reflejar una realidad, podríamos decir que al mismo tiempo la falsea. Esa es su gracia. Saber que existen tantas miradas, diferentes las unas de las otras, y que existen millones y millones de mundos privados, resulta fascinante. Así nos damos cuenta de la inmensa diversidad existente en un mundo que, aunque sensible, está repleto de incongruencias.
Algunas de las miradas que quizá gocen de una mayor perspectiva o inspiren mayores inquietudes en el observador se pueden encontrar en el mundo de las letras. Inmersos, como estamos, en la crisis de la certeza, del narrador, de la historia y de la realidad ordenada, hay escritores que alimentan con gracia esa dicotomía (realidad-ficción), esa confusión. Diría que Halfon es uno de ellos.
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A veces te invade una sensación extraña. En un par de ocasiones oíste (o quisiste oír) hablar a un par de extraños sobre un autor. Tú, en tu ingenuidad suprema, nunca supiste o no quisiste entender nada de ese diálogo, te era ajeno. Cada palabra te sonaba hueca, insustancial. Y, sin embargo, ese murmullo no deja de revolotear por tu mente, hasta que llega el día en que todo parece cobrar sentido, o mejor dicho, el día en que lees algo del hasta entonces autor fantasmal y te dices a ti mismo: «ahora entendí todo». A veces ocurren estas cosas, como el hecho de que la narrativa de Eduardo Halfon sea adictiva.
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Hace un año aproximadamente viajé a Barcelona, en tren. Llevaba conmigo De cabo roto (Littera), una de las primeras obras del escritor (¿guatemalteco?). Me pareció una buena idea llevar a la presentación de la que es hasta la fecha su última obra, Monasterio (Libros del Asteroide), una vieja. El gesto no fue fruto de una torpeza, quería sorprenderlo en cierta forma y creo que cumplí el objetivo. «¿Y por qué precisamente esta?», me preguntó al verla. No supe bien qué contestar, aunque tenía claro que mi elección estuvo motivada por ese personaje llamado Eugenio Salazar. Algo había en él que requería mi atención, y más tarde pude satisfacer en parte esa curiosidad.
Al poco de publicarse De cabo roto apareció en el Periódico de Guatemala una entrevista al propio Halfon. El autor de esta interview no fue otro que el doctor Eugenio Salazar, subdirector del Archivo General de Centro América, aquel hombre que, tal y como se narra en la novela, topetó con un documento que dejaba entrever la posibilidad de que Miguel de Cervantes, autor de El Quijote, anduviera por Guatemala en el año 1602. ¿Es eso cierto? ¿No lo es? ¿No se supone que Salazar es producto de una ficción? Cuando salió en prensa dicha entrevista, y según me confesó Halfon, «muchos guatemaltecos no entendieron, y el doctor Salazar se ganó algunos enemigos», para añadir después que, «no sé si sabías que al buen doctor ya se le cita en libros de historia, como si de verdad existiera. Y es que de verdad existe». Insisto, ¿de veras existe? En El boxeador polaco (Pre-Textos) uno puede leer: «Es curiosa la ficción, ¿no? Un cuento no es más que una mentira. Una ilusión. Y esa ilusión sólo funciona si confiamos en ella». Por tanto, si uno cree que Salazar existe, claro que existe.
Ese juego de «verdades y mentiras que se mezclan y se amalgaman hasta convertirse en un confuso y alborotado mejunje», como señalara Salazar durante su «charla» con Halfon, provoca en el lector una fascinación total, puesto que lo mantiene alerta.
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A lo largo de mis lecturas «halfonianas» he ido descubriendo ciertos rasgos distintivos, como la musicalidad de sus textos, el ver cómo éstos saltan de acá para allá, su memoria, la marca de su pasado, su credo, sus idiomas… Y, por supuesto, su identidad, o su supuesta identidad. Porque… ¿Quién es realmente Eduardo Halfon? ¿Es un héroe o un anti-héroe? ¿Es ese Eduardo o Eduardito o Dudú de sus relatos?
Esa confusión entre el yo real y el imaginado que ha sabido desarrollar al estilo de otros autores como Serge Doubrovsky, Marcel Proust, Marguerite Duras, Carmen Martín Gaite, Pitol, Trapiello o Enrique Vila-Matas, etc., consigue crear en torno a Halfon un halo de misterio. Nunca sabes si estás ante el Halfon escritor, el Halfon protagonista o el Halfon que a la edad de diez años se marchó de Guatemala con su familia. Si no me creen, pondré un ejemplo, quizá un tanto pueril pero bastante ilustrativo. Recuerdo perfectamente, a la salida de la charla o clase magistral que impartió en la Universitat de Barcelona ese mes de mayo de hace un año, reconocerme que él no es fumador, a pesar de que sus personajes suelen ser fumadores empedernidos. Se le antoja gracioso que todos los periodistas le pregunten tal cosa en un intento por sonsacarle si realmente él es todos y cada uno de sus protagonistas. Me mira, sonríe una vez más y me asegura que no fuma. No, no fuma. Y sin embargo… Ay, ay, ay.
«¿Dónde terminan las verdades y dónde empiezan las mentiras?», insistía el doctor Salazar en la ya célebre entrevista. «¿Quiere usted engañar al lector?», preguntaba el licenciado en un tono casi exasperante. A lo que Halfon respondía, parsimonioso, que «ésa es justamente la magia de la literatura, ése es el encanto de la ficción: encantar». Y es que, por si no ha quedado claro, a Halfon le entusiasma borrar cualquier frontera, ya sea entre géneros en la literatura o de la propia existencia, porque no debemos olvidar que «la literatura es atreverse a ir a lo desconocido, a lo misterioso, a lo que no se entiende ni se ve».
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En ese afán por descubrir más sobre el juego autoficcional, uno se enfrasca en todo tipo de lecturas (algunas más satisfactorias que otras) para encontrar conexiones, referencias, pistas. Nos encanta desenmascarar las cosas, desmenuzarlas para comprender cómo y por qué ese algo funciona como funciona. Así, casi sin esperarlo, me adentro en un compendio de textos críticos de Giorgio Manganelli, La literatura como mentira (Dioptrías), y me doy cuenta de que cree firmemente en que no hay literatura sin deserción, sin engaño. El inclasificable autor y crítico italiano explica, haciendo referencia a los relatos de Robert Louis Stevenson: «En el mundo cotidiano hay horas destinadas a los gestos conocidos, lugares para nacer, personas a las que ser fieles, con las que vivir y morir, mientras que en ese otro universo toda puerta se abre a perspectivas abismales, cada hombre es un duende, cada objeto es un naipe». Pues bien, Halfon, sin duda, es un duende. Él es consciente de que toda acción se interpreta, se moldea, se falsea –como en la fotografía–. Esa capacidad de hacernos ver lo que no existe o callar lo que realmente uno quiere decir es, en gran parte, lo que hace grande a la literatura. Todo y nada es lo que parece, ese es el juego, la gracia con la que Eduardo Halfon «teje» cada una de sus obras que versan sobre la infancia, la búsqueda de una identidad, sobre el genocidio, la supervivencia…
El contador de historias de la actualidad, como leí en algún sitio, «crea un simulacro de enciclopedismo en la medida en que es también biógrafo, editor, crítico, guionista, bibliotecario, dramaturgo, actor». Halfon es todo eso, no hay duda. Biógrafo de sí mismo, editor de su prosa, crítico con aquello que escribe, guionista de una realidad ficticia, buen bibliotecario –como buen lector que es, aunque tardío como asegura–, dramaturgo con sus manías, sus dejes, y un actor que interpreta el papel que requiere cada ocasión. Todo ello le permite contar esa/s historia/s que, en cierto sentido, sirven para imaginar que nos ha pasado algo en la vida. Y es por esto mismo, por lo que un servidor se declara fiel devoto de un autor que, como él mismo advierte, se «cayó» en la literatura.