Un ejercicio de memoria. Charlando con Margarita García Robayo

Margarita García Robayo. © Malpaso Ediciones

«La memoria es una delicada danza de fe y deseo, la sombra de una sombra, el eco de un suspiro. Engañamos. Robamos. Recordamos tan solo lo que nos interesa». Bill Ayers es el autor de estas palabras. Las leí en ese «viaje salvaje y doloroso a los últimos años sesenta», como dijo en su día el inclasificable Hunter S. Thompson. Me refiero a Días de fuga. Memoria de un activista contra la guerra de Vietnam (Hoja de Lata). Quizá más de uno se extrañe al mencionar esta crónica en primer persona sobre la organización de izquierda radical Weather Underground. No obstante, y como sabemos, una lectura lleva a otra y el lector a veces se sorprende así mismo al establecer una serie de relaciones que, a priori, poco tendrían en común.

La memoria, una sombra, un suspiro, un engaño… Cualquier episodio de nuestra historia es un recuerdo que moldeamos a nuestro antojo. De lo que ocurrió a lo que uno evoca en las páginas existe un abismo. Nuestra memoria se nutre de matices que se antojan imperceptibles y son manipulables. Resulta algo complicado, pero es así de simple. Falseamos todo, incluso a nosotros mismos. Si algo me sigue maravillando en esta vida es la capacidad de asombro, ese sumergirse en los misterios que tienen que ver con la belleza y la elegancia, con el abandono y la necesidad, con el recuerdo. Hay miles de historias, millones. Todas ellas relatan hechos, acciones, sentimientos o emociones. Todas ellas son verdad y también mentira. Todas ellas permiten aflorar un ser oculto que necesita entender para qué sirve todo, para qué servimos todos. Son algo así como ejercicios de introspección o meros juegos que nos liberan del tedio. Escribir se escribe con la intención de conocer algo, de comprender algo o no querer comprender nada. No resulta fácil esta cuestión, ni tiene porqué resultar fácil.

garcíarobayoMargarita García Robayo realiza en Lo que no aprendí (Malpaso) un ejercicio de memoria y algo que para mí sigue resultando fascinante: relatar una historia a través de una mirada infantil, inocente, curiosa, frágil. Caty es una niñita de once años que no entiende a su familia. No entiende la histeria de su madre y sus constantes sollozos, no entiende a sus hermanas mayores, que son mellizas y se preocupan únicamente de sí mismas. Caty tampoco entiende del todo a su hermano pequeño Gabito, que vive en una burbuja, alejado de todo, feliz. Caty tampoco logra entender a su padre, al que todo el mundo venera; para Caty su padre es un enigma.

La escritora colombiana –aunque residente en Buenos Aires– crea una especie de autobiografía que ficciona y que te atrapa desde las primeras páginas. Su lenguaje, su modo de narrar cada una de las experiencias que protagoniza la joven Caty, sus incógnitas. Asistimos a un despertar, a una especie de «confesión disparatada», la descripción de una vida que está plagada de incertidumbre –como todas–. El libro se divide en dos partes. Una primera en la que Caty intenta desentrañar quién es su padre, eminente abogado que posee ciertos dones extrasensoriales y al que todo el mundo solicita de su ayuda. Sin embargo, esta pregunta nunca obtendrá respuesta. En la segunda sección, una escritora que vive en Buenos Aires recibe la noticia de la muerte de su padre. A raíz de ese hecho siente la necesidad de decir algo, de decirle ese algo a alguien. García Robayo junta palabras para adentrarse en la memoria de una familia –¿la suya?–. Y te reconoces en esa historia, en ese sentimiento de culpa que a veces protagonizamos por no comprender(nos).

Pregunta: Después de la lectura de Lo que no aprendí, tengo la sensación de estar ante un texto que busca construir una memoria. En la segunda parte de la novela esto queda patente cuando la protagonista, esa escritora que puedes ser tú misma (de esto hablaremos más tarde), intenta «chequear» las historias de su infancia con sus hermanos y su madre para saber o intentar dilucidar qué es real y qué no. Dice tener miedo de imaginar que todo sean versiones. Pasado y presente, recuerdos y olvidos. Existe una gran preocupación ahí. ¿Me equivoco?

Margarita García Robayo: No te equivocas. Reconstruir la memoria es un ejercicio complejísimo. Y ni siquiera estamos hablando de la memoria colectiva –esas versiones conjuntas de la historia de una sociedad o de un país que todos debemos asumir como propias–, pero aun limitándonos a la memoria individual nos encontramos frente a una empresa conflictiva, porque su construcción depende de versiones mixtas: las propias y las ajenas. En una familia se imponen los relatos acomodaticios, esos que nos hacen quedar bien a todos, o a la mayoría; esos que a la distancia parecen inofensivos, inocuos, es decir felices.

P: En otra entrevista afirmas que «lo que no se dice es lo que más me importa en las ficciones, lo que no se dice en esta novela era todo lo que quería decir». Esto es algo que me llama poderosamente la atención y me recuerda a una conferencia de Octavio Paz en la que hablaba sobre uno de sus primeros libros, Raíz del hombre. El autor mexicano decía de esta obra: «es un libro torpe, lleno de repeticiones, ingenuidades, faltas de gusto, un libro que me avergüenza haber escrito. Así mismo, es un libro que siento mío, no por lo que dice sino por lo que quiere decir y no llega a decir». ¿Enmudecer como forma de narrar? ¿La literatura como un secreto o un enigma que resolver en manos del lector?

M. G. R.: Me encanta el ejemplo que pones porque tiene mucho que ver con la literatura que me interesa, incluso como lectora. Me gusta mucho cuando las historias están cargadas de sugerencias, de cosas no dichas, pero cuyo volumen llega a ser incluso más alto que aquello que sí se cuenta. En el cine también me parece un recurso muy potente. Se me viene a la mente películas como La cinta blanca, donde el silencio es tan elocuente que da terror. Las historias más explícitas pueden, quizá, ser más eficientes en términos de consumo, pero, en lo personal, me quedan mejor guardadas aquellas que insinúan.

P: Dicen que en esta novela narras, en cierto modo, tu propia historia. Es ineludible, por tanto, no hablar de literatura autorreferencial. Realmente, uno no sabe cuánto hay de tu YO real en la novela. He ahí la gracia. En este sentido, me interesa ahondar en la capacidad para simular esa voz de la infancia, inocente. ¿Cómo logras captar la mirada curiosa y a veces frágil de Caty? Insisto en ello porque para mí resulta extremadamente complicado a la par que fascinante volver a ese punto en el que todo y nada nos parece importante, la niñez.

M. G. R.: La niñez es un estadio fascinante tanto por su fragilidad como por su contundencia. Es una etapa que suele marcarnos de forma definitiva y, al mismo tiempo, es el momento de mayor «tolerancia» o «resistencia» a situaciones no del todo normales. Un niño es capaz de aceptar con una naturalidad pasmosa cosas bizarras, siniestras, torcidas. También creo que esa habilidad, cuando somos niños, nos permite transitar entornos perniciosos sin ningún peligro. Cuando esa habilidad se quiebra pasamos a ser adultos, es decir a dar cuenta de los vicios de la condición humana, lo que nos obliga a tomar la decisión de batallar contra ellos, o bien, de resignarnos a ellos. En otro libro que escribí que se llama Las personas normales son muy raras, digo sobre unos niños que matan a un gatito: «Eran felices de esa manera impúdica y ruidosa en que suelen ser felices los niños: cuando todavía el mundo te importa nada y no hay que pedirle disculpas a nadie». Esa reflexión podría caber también en esta respuesta.

P: Ese ejercicio de autoficción resulta mucho más evidente en la segunda parte, donde la protagonista comienza a interesarse por su propia historia y relata la construcción (o intento de) de la misma. Se habla de literatura dentro de la propia literatura en esa «búsqueda fallida». Y volvemos a aquello que no se puede decir, a la imposibilidad de escribir… ¿Podría decirse que es un modo de enfrentarse al acto en sí de la escritura, encararse con la propia consciencia, con el concepto, con la palabra?

M. G. R.: La segunda parte, para mí, es la esencia de esta novela. Y es lo que dices: enfrentarse a la imposibilidad de «escribir» una historia como metáfora de «recordar» una historia, en este caso la historia propia, la historia familiar. Para mí las construcciones familiares son construcciones literarias, y por eso pensaría que son un sinsentido en sí mismas. Pero resulta que no, lo que quiere mostrar este libro, justamente, es que la ficción es el único sentido que puede dársele a la historia de una familia que, como cualquier otra, guarda secretos, pecados, culpas. A veces, la única manera de sobrevivir a los recuerdos es inventándolos.

P: Me atrapa el hecho de querer crear una metáfora de lo vivido, de comprender ese mundo de recuerdos y leer, de la mano de la protagonista, que para ello: «Elegí personajes, conflicto, contexto, lenguaje. Prendí el artefacto y lo puse a rodar. Y rodó bien porque estaba vacío». De esa frase extraigo las palabras artefacto y vacío y vuelvo a pensar en el hecho de que sometes a la novela a un dispositivo de fuga permanente. ¿Estaría en lo cierto?

M. G. R.: Tu análisis es muy preciso y debo decir que para mí es gratificante escucharte hablar de las implicaciones (lo sugerido, eso que hablábamos antes) de esta novela. Cuando escribí esa frase pensé que construir una ficción eficiente no debía ser algo tan difícil. Descontemos que para escribir ficciones hay que dominar cierta técnica narrativa que, con práctica y disciplina, seguramente muchos podemos alcanzar. Pero esa carcaza que es el argumento es insuficiente cuando se quiere decir (insinuar, sugerir) algo más.

Si uno domina la técnica elemental, elige los componentes de una narración y se sienta a trabajar, es probable que el resultado sea una historia bien escrita. Un artefacto eficiente. La literatura está llena de artefactos eficientes. Pero si además de eso a uno le interesa decir algo, porque necesita decirlo, porque se siente movilizado ante la sola idea de expresarlo, ese artefacto no le bastará. Y ahí es donde está la diferencia, el plus al que alude esa frase que mencionas. No digo que siempre sea un plus afortunado, a veces esa pretensión de «decir algo más» te arruina una buena historia. Pero, aun así, yo prefiero tomar el riesgo.

P: Vuelvo a Octavio Paz, aunque podría volver a Ricardo Piglia, Sergio Pitol o Enrique Vila-Matas, porque éste decía que «las mentiras del poeta son las verdades». Boris Vian también afirmaba que «todo en mi novela es verdad porque está todo inventado». Y el propio Pitol siempre ha reconocido que nada es real hasta que no se haya narrado. Todo es, por tanto, ficción. ¿Dónde pone el límite Margarita García Robayo? ¿Dónde o en qué lugar te reconoces dentro de tu propia obra, de ese mundo ficcionado?

M. G. R.: Yo no creo que exista ese límite. Para mi escribir es un ejercicio de memoria, pero ya sabemos lo falibles que son los recuerdos. Cuando me siento a escribir, en general parto de mi propia historia, pero después entra el armado argumental que consiste en colocar piezas donde más funcionales le son a la narración.

De todas formas no niego que dentro de lo que escribo pueda haber cosas que me expongan a mí o a mi entorno, entonces lo que suelo hacer es preguntarme –desde la subjetividad, por supuesto– si el resultado merece la pena, si es una pieza literaria capaz de movilizarme a mi y, con suerte, a algún otro lector, o si es puro exhibicionismo. Trato de ser honesta, y si la respuesta es lo segundo no lo publico.

P: En la novela se refleja el miedo a no saber qué escribir o no saber para quién escribir. Señalas incluso la necesidad de decir algo. Somos partícipes de las incógnitas de la pequeña Caty y somos partícipes también de ese mar de dudas de la escritora colombiana que vive en Argentina y cuyo padre ha muerto y es entonces, a partir de la muerte del padre, cuando decide escribir una novela. Y escribes que el problema de los escritores es que confunden al mundo con alguien. ¿Todo tiende a la distorsión?

M. G. R.: Absolutamente. Esa entidad llamada «el lector» es engañosa y perversa. Creemos estar diciéndole algo a alguien y en realidad nos lo estamos diciendo a nosotros mismos o, como digo en la novela, a tres o cuatro personas más. Igualmente, creo que depende del libro. En lo personal me pasó que cuando escribí mis primeros cuentos nunca tuve en la cabeza a quién me estaba dirigiendo. No en términos argumentales. Sí creo que en ese libro hubo una preocupación por lo estructural y lo técnico un poco excesiva, lo que indica que a lo mejor quería decirle a mis colegas, a mi familia y amigos, a mis maestros y sobre todo a mi misma: miren, soy capaz de escribir con sujeto y predicado. Por suerte ese mensaje se extinguió en la sola formulación.

P: ¿Tan difícil es crecer, enfrentarse al tiempo?

M. G. R.: No sé si es difícil en perspectiva. Vivir es difícil, transitar el día a día. Y uno hace lo que puede para sobrellevarlo, algunos escribimos, otros harán otras cosas más divertidas, menos enroscadas. El saldo final, en cualquiera de los casos, será el mismo.

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