Aburridos, malvados, ¿visionarios?

memoriassubsuelo. jorge gonzalez
Ilustración de Jorge González 
para Memorias del subsuelo (Sexto Piso)

Uno aprende mucho de las lecturas. Aprende tanto que puede llegar a reconocerse en ellas. Algo así me sucedió cuando en esa genialidad titulada Edipo en Stalingrado de un tal Gregor von Rezzori leí que Voltaire consideraba que el único y verdadero malvado de la sociedad es… ¡el aburrido! Imposible no sonreír ante dicha afirmación, e igualmente imposible no comenzar a indagar sobre algunos de los personajes teóricamente aburridos de la literatura, si entendemos por aburrido a esa persona un tanto huidiza, por no decir huraña y seca, antipática.

Solemos denigrar a aquellas personas que prefieren vivir en soledad, pues consideramos que es algo anti-humano. Claro, nos hemos educado en las máximas de los primeros filósofos griegos, como Platón o Aristóteles, quienes consideraron que la esencia del hombre es la de ser fundamentalmente un ser social. No obstante, no todo el mundo es capaz de vivir en armonía con el resto de sus semejantes. Hay personas gruñonas, pesimistas, con una actitud cínica. Hay personas que creen que la vida es sufrimiento y nada más, como el siempre simpático Arthur Schopenhauer. Pero ello no significa que odien a la humanidad, por más que se les considere misántropos de manual, no. Existen casos en los que hacen uso de esa actitud sádica en sus comentarios porque tienen una idea tan alta de la vida, de lo que significa vivir, que cualquier contacto fallido con la experiencia les provoca una caída mortal del pedestal en el que decidieron posar sus expectativas. Lógico, por tanto, que al final se quiebren en mil pedazos.

Schopenhauer o Ambrose Bierce, por citar a otro de esos escritores amargos, utilizaban la crueldad para hablarnos de la terrorífica verdad de la vida, para despertarnos y darnos un toque de atención, para no bajar la guardia y prosperar. El mundo no es un camino de rosas, créanme. Y este tipo de pensamiento es el que, a la postre, sirve para que la sociedad nos tilde de aburridos. En el caso de Bierce, aunque fuera, como según dicen, un egocéntrico y dipsómano, además de camorrista y altanero, su obra destila lucidez por los cuatro costados. En cierto modo, mediante la sátira de la hipocresía y la mentira quiso reformar a sus contemporáneos. Fue, por tanto, un hombre idealista hasta la médula, al igual que el protagonista de Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoievski. La historia de ese  ser miserable, un funcionario frustrado que se muestra ante nosotros como el perfecto antihéroe, con sus contradicciones, es un clarísimo ejemplo del ser aburrido.

«Soy un hombre enfermo… Un hombre malo. No soy agradable». Así empieza la novela corta del autor ruso, un comienzo del que pareciera inspirarse Enrique Vila-Matas en su Bartleby y compañía: «Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz». Con tal presentación, ¿quién estaría interesado en leer su historia? Pues bien, cualquiera que esté interesado en la buena literatura, es decir, en aquella que verdaderamente te hace pensar y te conmueve. En la primera parte de Memorias del subsuelo asistimos a un monólogo interior en el que el narrador no tiene reparo alguno en reflexionar sobre los delitos y faltas del ser humano. De hecho, asegura que «el hombre es necio, fenomenalmente necio» o que «no es tonto del todo», opinión que comparto y que seguro compartiría Schopenhauer, quien estaba seguro de que en el ser humano solo existe un error innato: «Creer que estamos aquí para ser felices». Como verán, aquí no hay lugar para las pompas de jabón ni el divertimento insustancial. Sí hay lugar para el absurdo, para la sátira, pues Dostoievski destila un sentido del humor magistral en ocasiones, como cuando dice que la mejor definición del hombre es que es un «ser bípedo e ingrato».

81dVdLtKiYLMemorias del subsuelo, que hace relativamente poco reeditó Sexto Piso en una versión ilustrada a cargo de Jorge González, describe la figura de un pobre marginado, un hombre infeliz que cree que el mundo se ríe de él. Es, como decíamos, la historia de un antihéroe cuya arma más poderosa es la del conocimiento. Su locuacidad es vibrante, como demuestra ante esa joven prostituta de rostro pálido y mirada melancólica, Liza, con quien pasa una noche tras ser ninguneado por sus antiguos camaradas. El único modo de vengarse es atacar a alguien más débil, lo cual resulta rastrero, no vamos a negarlo. No obstante, es consciente de su vileza y esto mismo le sume en una profunda crisis, una crisis de la que cree poder salvarse a través de los libros. Este personaje dostoievskiano se convence de que el mejor modo de vivir es pensando y actuando de forma literaria, pues considera que sin los libros, «nos perderemos, nos embrollaremos, sin saber qué hacer ni qué pensar, sin saber lo que se debe amar ni lo que se debe aborrecer; igualmente ignorantes de lo que merece estima y de los que sólo ha de inspirar desprecio». Son esta clase de reflexiones las que me llevan a pensar que este ser aburrido, malvado, es, en parte, un visionario, alguien que toma consciencia de lo necesario que es para nosotros la cultura, si entendemos por cultura todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido, como apuntó el poeta y escritor estadounidense T. S. Eliot.

El protagonista de Memorias del subsuelo nos advierte al final que su relato «ha de producir una impresión desagradable», y esto es así «porque todos, más o menos, hemos perdido la costumbre de la vida». Pero, ¿qué es la vida? Duda y matices, penas y tentaciones, metamorfosis, pero también sabiduría redentora. Quizá, y sólo quizá, esta definición se vea demasiado impregnada por lo que Rezzori creía que era la enfermedad del siglo para caballeros, el nihilismo. Quién sabe. Lo que sí sé, y que Dostoievksi apunta con brillantez, es que «quién más, quién menos, cojeamos». Esa cojera es, precisamente, la que nos permite alcanzar de nuevo lo inexplicable, experiencia única que nos define realmente como humanos, pues somos, queramos o no reconocerlo, incongruentes, paradójicos, ingratos. Decir esto, escribirlo, no agrada. Negar todo dogma impuesto —o ponerlo en duda— provoca que rápidamente te encasillen en el apartado de un ser amargado, rebelde; casi sin darse uno cuenta lo definen como antipático y asocial, un ser miserable, un marginado. Y, sin embargo, lo que este tipo de personajes nos conceden es la necesaria sospecha, el no dar gato por liebre, el no avergonzarnos de lo que realmente somos. De ahí que sean extrañamente unos visionarios, pues no se callan.

Personajes odiosos en la literatura, inadaptados, despreciables, hay unos cuantos. El mundo es complejo y no es de extrañar que autores del calibre de August Strindberg, por ejemplo, se consideraran fuera de la sociedad, tal y como podemos comprobar en Solo (Mármara Ediciones), donde el autor sueco ofrece auténticas perlas del calibre de: «En la vida social, uno siempre vive inseguro, mostrando un gran flanco desprotegido, exponiendo su persona en la de otro, dependiente del comportamiento caprichoso de otro.» Pero de eso hablaremos mejor otro día, puesto que, volviendo a Strinberg, «odiar me hace mal.»

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