La literatura nace de la realidad y de su ruido. Charlando con Marta Sanz

Marta Sanz © José Luis Roca
Marta Sanz © José Luis Roca

«Las escenas sencillas encierran un misterio y un portento que va más allá de la vida normal. Todo parece alegre y luminoso, pero posee un peso, una profundidad de significado que sobrepasa la belleza estética».

D.H. Lawrence

No todos los días tiene uno la oportunidad de entrevistar a toda una Premio Herralde. O mejor dicho, no todos los días tiene uno la oportunidad de conversar con Marta Sanz, así, a secas, sin distinciones de por medio. La vida, a pesar de que algunos consideren que es una incesante renuncia, guarda gratas sorpresas como esta.

Solemos enfrentarnos a una continua (eterna, incluso) encrucijada de decisiones, pero en esas decisiones hallamos posibilidades maravillosas. La vida, por tanto, es un mero oscilar, un intercambio de fantasías, es metamorfosis, y valentía, como la que demuestra Sanz en todas y cada una de sus novelas, y también ensayos. El pasado mes de noviembre, de 2016, la escritora anduvo por Benicàssim, en ese rincón extraordinario que es la librería Noviembre, para protagonizar un encuentro literario en el que iba a presentar su libro Éramos mujeres jóvenes (Fundación José Manuel Lara). Fue entonces cuando tuve la fortuna de poder escuchar sus palabras, sus reflexiones en torno a la construcción de la feminidad, la concepción de la mujer como un objeto —que según ella empezó en la Transición y que todavía hoy las mujeres son el resultado de esa construcción patriarcal y machista—.

Durante esa charla, la novelista analizaba también la construcción de esa mujer «marcada», «subyugada», «enfrentada», que busca reivindicarse, ser ella misma, una construcción que se ve reflejada perfectamente a través de los personajes de sus libros, como por ejemplo La lección de anatomíaDaniela Astor y la caja negra —ambos publicados en Anagrama—, o la más reciente, Clavícula. Ese encuentro fue maravilloso, como lo fue la cena posterior repleta de anécdotas, confesiones y risas, y el abrazo último con el que nos dijimos «hasta pronto».  

eramos_mujeres_jovenesPregunta: Éramos mujeres jóvenes. Una educación sentimental de la Transición española es un ensayo que desvela los prejuicios y tabúes que rodean los usos amorosos del postfranquismo y la democracia. No hace mucho conversaba con otra escritora sobre el papel de la mujer o la visión de la mujer en esas décadas del franquismo, una mujer de vida subyugada y sumisa (la mayoría, al menos). Y esa es una imagen que no sé si ha cambiado todo lo que podría haber cambiado. Esta escritora me dijo que «en algunos sentidos, tan diferente no es, y creo que esto es así porque venimos de ese tiempo, que muchos de nuestros vicios sociales son la herencia de esa época que todavía no hemos superado». ¿Sería esto acertado? ¿Es un problema endémico?

Marta Sanz: Yo creo que es un problema endémico y universal que, en el caso español, se agrava por la dictadura franquista y que, hoy, de nuevo universalmente, se intensifica por efecto del neoliberalismo.

P: ¿Cómo explicarías eso?

M. S.: Durante la dictadura el cuerpo de la mujer estaba tachado por la moral nacional-católica y su sexualidad se cubría de culpa, asco y vergüenza. Una mujer que declarase públicamente que disfrutaba del sexo, que tenía orgasmos felices, que se masturbaba, sin tener en mente la procreación, era acusada de guarra o de ninfómana. Esa suciedad, esa culpa y esa vergüenza aún perduran en las mentes más estrechas tanto de hombres como de mujeres.

P: Podría decirse que así nos educaron, ¿no es cierto?

M. S.: No somos impermeables al peso de la Historia. Al discurso hegemónico del patriarcado que siempre oprimió a las mujeres se superpuso, en el caso español, el discurso fascista y el discurso de un catolicismo reaccionario del que nos cuesta mucho desprendernos. A esa lacra hoy se suman otras.

P: ¿Cómo cuáles?

M. S.: La que obliga a las mujeres a ser sexualmente hiperactivas porque hay todo un mercado que exige que lo sean; y la que nos hace confundir nuestro deseo y nuestra libertad con el deseo y la libertad de la compra y venta, y a identificar nuestra libertad con una expectativa eminentemente masculina. Yo creo que nuestra libertad, la de todos y todas, pasa por la conciencia de sus límites. Sin ingenuidades ni soberbia. A veces nuestra soberbia y nuestra vanidad resultan muy rentables.

P: En este ensayo te centras en esas mujeres que llegaron a la edad adulta durante la Transición, unas mujeres que, como bien remarcas, tuvieron que afrontar un doble reto: sentimental y sexual. ¿También profesional, no? ¿Y político?

M. S.: Cuando se habla del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres, de las mujeres en plural más allá de esencialismo que busca lo femenino y que se basa en estereotipos manejables de mujer –la santa, la puta, la madre-, se está haciendo política. En mi caso yo reivindico que la diferencia que existe entre las mujeres y los hombres deje de funcionar como una desventaja no sólo en la intimidad, entre las cuatro paredes de las casas, sino también en el espacio público: en ese ámbito laboral donde asumimos con naturalidad la existencia de techos de cristal, diferencias salariales entre hombres y mujeres o cargas asistenciales que casi siempre recaen sobre los hombros de las mujeres de la familia. El riesgo de precarización y pobreza en tiempos de crisis siempre es mayor para las mujeres que para los hombres.

P: Por tanto…

M. S.: Compartir esa perspectiva con la comunidad es una acción política necesaria en un contexto donde este tipo de declaraciones siempre escuece: lo cual evidencia lo necesarias que siguen siendo. Lo pertinentes. Los libros pueden ser acciones políticas.

P: Me interesa esto que dices, lo libros o la literatura como una herramienta para hacer política, para crear conciencia.

M. S.: Conversar sobre estos asuntos, desde una perspectiva crítica y autocrítica, es una acción política que repercute en la vida cotidiana y en el desenvolvimiento en la escena pública tanto de los hombres como de las mujeres. Ir a talleres de lectura a explicar que el machismo es una enfermedad social y que el feminismo es un discurso teórico articulado para paliar esa lacra; explicar que machismo y feminismo no son las dos caras de una misma moneda, que las mujeres feministas no estamos en contra de los hombres, que estamos a favor de una convivencia igualitaria, que necesitamos hombres conscientes y feministas, es una acción política.

P: Aun así, parece que cuesta.

M. S.: Es lamentable que tengamos que seguir hablando de estas cosas en el siglo XXI. Porque la desigualdad y la violencia contra las mujeres es un hecho. Y no hablo solo de asesinatos. Hablo de violencia a todos los niveles de la vida cotidiana. Hablo de que a menudo las mujeres no tenemos manera de acertar: si te depilas las ingles porque te las depilas y eres una súcuba pendiente de tu imagen y, si no te las depilas, porque no te las depilas y entonces eres una mujer desagradable y espesa higiénicamente hablando. Todo lo que tiene que ver con la fetichización del cuerpo y la imagen es tremendo. Y muchos de los valores que tienen una connotación positiva en las acciones de los hombres —fortaleza, persistencia, intrepidez, sabiduría, capacidad de análisis…— aplicados a las mujeres se convierten en características negativas —mandona, sabihonda, gobernanta, prepotente, egoísta…— o directamente en atributos de maldad.

P: En una ocasión Lydia Davis me dijo que «existen ciertos límites cuando tienes que criar una familia, ganarte el pan y escribir». ¿Sigue siendo harto complicado ejercer tu profesión, ser madre (quien decida serlo) y además que te tomen en serio?

M. S.: De lo que se trata es de que las dificultades o las facilidades para conciliar tu oficio y tu familia —sea esta del tipo que tú hayas decidido construir: tradicional, poliamorosa, monoparental, etc.— sean similares para los hombres y para las mujeres. A las mujeres todo nos supone un sobreesfuerzo porque se da por sentado que tenemos que estar presentes siempre para apagar los fuegos de la cotidianidad familiar y, a la vez, esa cotidianidad familiar no debe repercutir en nuestra eficacia laboral. Estamos sobre-explotadas y parte de esa sobre-explotación se relaciona con unos parámetros de autoexigencia y una necesidad de complacer que pueden hacernos muy desgraciadas.

P: Somos un país de etiquetas. Digo esto porque se suele calificar siempre a la literatura escrita por mujeres como literatura femenina o feminista, y se suele hacer de forma un tanto peyorativa, lo que le resta importancia y calidad. Yo, si estoy frente a una obra notable, reconozco que el género del autor o autora es lo que menos me importa. ¿Es difícil salirse de ese encasillamiento?

M. S.: Yo no rehúyo de las etiquetas porque me parece que lo que llamamos «la normalidad» es masculina. A mí me gustaría modificar ese concepto de normalidad, no a asumirlo acríticamente. La poeta Adrianne Rich dice que cada quien se expresa desde sus geografías personales de escritura: sus orígenes nacionales, sociales y culturales, su género, su raza… Todo eso está en mi literatura y la singulariza frente a la de muchos escritores y también a la de muchas escritoras. Para mí, es necesario insistir en las variables de clase y de género que cristalizan en una serie de formas literarias y no en otras. Porque en literatura la ética y la estética son indisolubles. Así que me parece que es necesario que las mujeres construyan sus propios relatos con una voz y una mirada peculiares que han sido invisibilizadas o ninguneadas durante siglos.

P: En los relatos de Éramos mujeres jóvenes encuentras esa voz, ¿no es así?

M. S.: En este sentido, los relatos de Éramos mujeres jóvenes me parecen muy valiosos. La generosidad y las ganas de hablar de estas mujeres. Su calidad literaria y su sensibilidad para expresar momentos íntimos. Una de ellas me dijo que, más allá de lo que el libro aportase sobre la construcción de la sexualidad femenina en la Transición, el libro era un libro de amistad. Una conversación. Un texto donde se unen voces. Una polifonía en la que lo más importante es entender que no hay recetas.

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P: ¿Cuál era tu objetivo a la hora de afrontar un proyecto como Éramos mujeres jóvenes? ¿Reflexionar sobre qué lugar ocupa una generación (la tuya) en el mundo actual? ¿Podría decirse que, en cierto modo, este ensayo es un ejercicio de catarsis?

M. S.: No, no es un ejercicio de catarsis. Es un intento de entender, de formularme preguntas, de expresar en voz alta incertidumbres, de compartir lo que no sé y de hacerlo en un espacio literario que se vertebra en torno a las opiniones ajenas. A la conversación como descubrimiento. Es muy importante que hablen los que no han tenido voz, pero también es muy importante desarrollar la escucha atenta en una sociedad hiperactiva y ensoberbecida en el valor de las opiniones indocumentadas. Yo, cuando me planteé escribir Éramos mujeres jóvenes, sabía que tenía que trazar un fresco de época a través del género de ensayo que, desde tiempos de Montaigne y desde tiempos de Feijoo en el ámbito hispánico, tiene como objetivo cuestionar los lugares comunes, las supersticiones, sacar a la luz los elementos de la ideología invisible que se define como esa serie de creencias y valores que ya no sentimos como ideológicos porque nos parecen lo normal, lo natural… Con este libro, yo quería interpelar, cuestionar esa normalidad y a la vez pintar un cuadro sobre la sexualidad de las mujeres en una época de transición política y moral: la pubertad de las mujeres jóvenes de este libro coincidía con la pubertad de un país que, igual que nosotras, tenía miedo y sentía mucha curiosidad por lo que iba a ocurrir. Con esta idea yo ya había trabajado en Daniela Astor y la caja negra. De algún modo me di cuenta de que para lograr ese propósito tenía que hacer un ejercicio de introspección autobiográfica como el que había llevado a cabo en La lección de anatomía, pero que, además del microscopio, tenía que abrir el gran angular de la cámara y dar la palabra a otras mujeres de mi generación.

P: ¿Cómo se podría definir, por tanto, esta obra?

M. S.: Esto no es un libro de autoayuda, es un ensayo que intenta corregir, desde la introspección y el diálogo con la comunidad, los tópicos que nos hacen desgraciadas. Cada lector y cada lectora deberán indagar en cuáles de estos prejuicios les hacen infelices. No se trata de decir que por sistema el amor romántico destruye a las mujeres y de impostar una fortaleza que a veces nos debilita: me parece que es más sensato tomar conciencia de lo que nos gusta y de lo que no, y buscar un lugar de la manera más desacomplejada posible. Sin imperativos. Por ejemplo, a muchas mujeres se les dice que han de perder el miedo a la soledad y ser fuertes. Esa «obligación» a menudo exige un esfuerzo inhumano: porque los seres humanos somos gregarios y el miedo a la soledad es lógico y a menudo intentar fingir una fortaleza impostada nos vuelve vulnerables. Yo creo que muchas mujeres hemos entendido bien los riesgos de la emancipación y hemos asumido que la búsqueda de la igualdad y la libertad nos colocaba en el territorio de las «egoístas»… Ahora nos queda reivindicar la posibilidad de ser fraternas sin ser sumisas.

P: Ya sé que no es tu caso, pero el hecho de que muchas protagonistas de libros hayan sido descritas como mujeres trágicas, agotadoras, sufridas, ésas que lloriquean desgraciadas, rodeadas de injusticias, de autoritarismo, incapaces de atravesar la adversidad, mujeres suplicantes, ¿ha perjudicado o perjudica actualmente a la mujer? Es que a veces tengo la sensación (por esa cruda herencia de patriarcado que mencionábamos al principio) de que la mujer es incapaz de reír y reírse del mundo e incluso de sí misma, como si no fuera capaz de tener sentido del humor.

M. S.: Es verdad que la mujer sufriente es mucho más ubicua en literatura que la mujer riente. Porque se supone que las mujeres tenemos que parir y parir con dolor y ser cuidadoras y desvelarnos por nuestros hijos y reinterpretar la domesticidad en clave de drama porque parece que toda nuestra vida gira en torno a la intimidad como asunto trágico, insatisfacción y sacrificio… Esos usos y personajes literarios responden a una mirada masculina, pero también a una mirada femenina que se analiza, se descubre y se retrata así porque la sociedad propicia ese estereotipo. Esa conducta. Sin embargo, ahora cada vez somos más las mujeres que nos reímos, que practicamos la sátira, que ejercemos la crítica y la autocrítica, que nos desternillamos y nos carcajeamos sin taparnos la boca por miedo a mostrar unos dientes que sean  lo suficientemente brillantes. Recomiendo la lectura de los poemas satíricos de Dorothy Parker. Son maravillosos.

P: Perdón si dejo a un lado las cuestiones puramente literarias, pero siempre me he interesado por aquello que induce a una persona a escribir. ¿Qué motivó que decidieras convertirte en escritora? ¿Y qué es ser una escritora?

M. S.: Ser una escritora es ser una mujer que mira y hace de su escritura un espacio de indagación. Escribir es un modo de comunicarse con los demás y a la vez una herramienta de conocimiento personal y colectivo. También creo que una escritora es una persona que desempeña un oficio para el que descubre sus aptitudes pronto. Luego a lo largo de la vida se trata de luchar contra la propia facilidad y adoptar la contractura como lugar para escribir. La no complacencia personal, la posición interrogante y curiosa, que pido a la vez para quienes me leen.

P: No puedo evitar preguntarte por tus mayores influencias, aquellos autores o autoras en los que quisiste verte reflejada o, por qué no, a los que quisiste rendir un homenaje.

M. S.: Valle-Inclán, los grandes maestros y maestras del realismo decimonónico español, francés, ruso e inglés, los poetas de la generación 27, Henry James, Pavese, Marguerite Duras, María de Zayas, las jarchas, Natalia Ginzburg, Hammett, Chandler, Choderlos Laclos, Rulfo y García Márquez, López Pacheco, Pizarnik, Virginia Woolf y el modernismo anglosajón en general, Dorothy Parker, Nabokov, Patricia Highsmith, el anónimo autor del Lazarillo, Cervantes, Daphne du Maurier, Rubén Darío, César Vallejo casi por encima de todas las cosas… No sé. A mí siempre me ha gustado mucho leer.

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© Quique García

P: La literatura refleja, en parte, la vida cotidiana. Quiénes somos, qué hacemos, a qué aspiramos… Suele ser una herramienta esencial para reflexionar sobre nosotros mismos y, así, aprender de nuestros errores. Sin embargo, parece que nunca aprendemos, o no queremos aprender. Prevalece todavía esa doble moral, esa falta de escrúpulos. Dicho esto, a veces me pregunto si realmente la literatura sirve para algo, dejando a un lado su lado introspectivo. No sé cuál es tu opinión al respecto.

M. S.: Yo quiero creer que la literatura puede intervenir, como un discurso más, entre la maraña de los discursos. Me parece que la literatura nace de la realidad y de su ruido, y vuelve a la realidad en la forma de un texto que cada lector metaboliza. Supongo que la literatura permeabiliza poco a poco las conciencias. Una a una. Los yoes que no se oponen, sino que forman parte de un nosotros. Ningún texto es inofensivo. Todos nos dejan un poso que a veces nos ayuda a resistir en tiempos aciagos o nos da argumentos para transformar lo injusto o, por el contrario, subraya las frases hechas del pensamiento dominante. Toda la literatura cala en nosotros. Alguna para bien, otra para mal. Tal vez por eso es tan importante aprender a leer y desarrollar el sentido crítico respecto a lo que se lee. Y como decía Humpty Dumpty saber quién es el que manda para conocer el significado de las palabras en cada momento de la Historia. Las formas son ideológicas. El arte abstracto, el naturalismo o el pop son expresiones artísticas de distintas ideologías. Los estilos de representación de esa pipa que no es una pipa, como decía Magritte, significan cosas, se posicionan en su contexto. La literatura sirve, el teatro sirve, la música sirve son acciones que pueden romper las lunas de los escaparates incluso en estos tiempos en los que el conocimiento y la cultura se desprestigian interesadamente para manipularnos más y mejor.

P: Puedo imaginar la respuesta, pero ¿vivimos en un país mediocre?

M. S.: Vivimos en un país en el que están destruyendo a la clase media. Se ensancha la brecha de la desigualdad y nos precarizan. Seremos mediocres en la medida en que no nos atrevamos a ser intrépidos. Cada uno de nosotros desde nuestro campo, nuestro oficio, nuestras posibilidades.

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