Una danza de la muerte bufa. Charlando con Rubén Martín Giráldez

Rubén Martín Giráldez
Fotografía cortesía de Rubén Martín Giráldez. El título bien podría ser: «Entertainment».

«Puede que en vuestros libros haya espacio y pastitas para todos, pero aquí no.»

Rubén Martín Giráldez, Magistral.

Permítanme, para empezar, que me autocite. En junio de 2013 escribí lo siguiente: «Les ruego encarecidamente que dejen a un lado cualquier idea preconcebida. No sean escrupulosos ni alcen la bandera del convencionalismo literario porque se llevarían un tremendo chasco si decidieran leer Menos joven, obra de Rubén Martín Giráldez. Les ruego encarecidamente que la lean, eso sí. Se reirán y comprenderán que la vida es mejor si cuenta con una pizca de enloquecimiento verbal, si gozamos de las artes y las letras como meros instrumentos del placer, tanto visuales como sentimentales, si jugamos con el lenguaje y rompemos de tanto en tanto los guiones establecidos y nos saltamos alguna que otra norma sin sentido aparente». La lectura de esta obra publicada por Jekyll & Jill me reconfortó tremendamente, pues encontré en ella algunos de los ingredientes básicos de mi mundo (irreal): humor, sarcasmo e ironía, el absurdo. Pero no se confundan, no todo en ella era divertimento, si bien la prosa de Martín Giráldez destila gracia y salero. Háganme caso, léanla y sabrán a qué me refiero.

En el mundo hay demasiadas palabras, y también demasiada estupidez, y me da a mí que este autor que sabe lo que son las «jitanjáforas» (discúlpenme, pero servidor no alcanza tal nivel de sapiencia y necesitó consultarlo con la almohada, con el farmacéutico de guardia y finalmente con el diccionario) se ha dado cuenta. Dicho esto, si ya les rogué en 2013 que leyeran Menos joven, permítanme que insista, permítanse algo exótico en 2016, permítanse profundizar en un episodio genial de esa larga querella que existe entre la tradición y la invención, entre el orden y la aventura, entre el aburrimiento y… el ay!

Magistral es un ejercicio fascinante sobre cómo sabotear el lenguaje, con sus motivos bien argumentados y sus reflexiones. El protagonista de esta novela destruye, maldice, rompe, separa, ¡ilumina! Rubén Martín Giráldez se preocupa por la bienintencionada experimentación del lenguaje, por sus posibilidades (que son infinitas, pues nosotros lo creamos y podemos hacerlo y deshacerlo a nuestro antojo) y por todos los que vivimos en un mundo que según Robert Coover está en venta o en préstamo y que es objeto de risa en su totalidad. Y es que no podemos obviar el hecho de que somos palabra, mal que nos pese.

Inconformista, reveladora, atrevida, arriesgada, necesaria (por qué no decirlo), dificultosa, a ratos incomprensible… Si algo debo (debemos) aplaudir y respetar aquí es la ambición de un autor que se preocupa por el estado de la literatura y todo cuanto la impregna, la esclaviza o la emancipa. En términos pugilísticos diríase que Martín Giráldez ha lanzado un directo de izquierda acompañado de un crochet para intentar noquear a lectores, autores, editores, críticos y reseñistas, y creo que lo ha conseguido (con creces), y yo que me alegro, oigan. Pero como lo interesante es saber qué tiene que decir(nos) este hombre que me ha prometido —¿lo hizo?— hacerse una foto montando una clara a punto de nieve, mejor lean esta entrevista que se ha ido gestando a ratitos entre misiones sinpañales y despertares de monstruíllo. Ah, y no quisiera dejar pasar por alto el hecho de que son Jekyll & Jill los que publican esta nueva locura ingeniosa de Rubén, benditos sean.


magistral-ruben-martin-giraldez-1Pregunta: Corrígeme si me equivoco. Magistral es una confesión o más bien una declaración sobre cómo ves todo lo que rodea a la literatura española actual.

Rubén Martín Giráldez: Bueno, si digo que es una confesión desactivo toda la novela, porque entonces ya podemos tildarla de generalizadora, exagerada o voluntariamente rocambolesca como si tuviese que responder a una realidad argumentable. Es una sátira de los actos de habla, de los actos de escritura y de los actos sociales, y pretende dar sopas envenenadas con honda a escritores y lectores, pero no es un estado de la cuestión, es más una suma de todos los prejuicios justificados e injustificados implacables de los que he hecho acopio durante años o de los que sorprendo en otras personas.

P: Pero…

R. M. G.: Pero, por no escaquearme, también puedo decirte que sí, que el punto de partida es la intención de levantar acta de TODO cuando es evidente que no lo conozco todo. La única manera de explorar eso con pretensiones totalizadoras es mediante la comedia: pensando y obrando a la vez de una manera y de la opuesta a esa manera. Creyendo firmemente que SÍ y firmemente que NO. Un hipócrita drogado con suero de la verdad y más Trajano que Bifronte.

P: Si en Menos joven, tu anterior novela, abogabas por destruir los ídolos, aquí haces lo propio, entre comillas, con la literatura española, que defines como sumisa, carente de talento (a la hora de imaginar). Llegas a afirmar que «el escritor que piense que no se puede hacer nada nuevo, que no nos haga leer nada suyo». ¿Cuál sería el escritor ideal de Rubén Martín Giráldez, la literatura idónea?

R. M. G.: Bueno, yo proponía sostener una charla con tus ídolos, no destruirlos, pero a Bogdano, el protagonista, la cosa se le iba un poco de las manos.

Responder qué literatura debe hacerse y qué literatura no es fácil: literatura buena sí y literatura mala no. No es verdad que tenga que haber de todo, porque no hay tiempo para todo y entonces, necesariamente, existe la posibilidad de que una persona dedique toda su vida a cosas malas. Y sería una pena. Así que intentemos reducir al mínimo lo que no tiene valor. Y ahí entramos en una cuestión de gustos y de juicios donde la verdad es la de cada uno. Hay una pulsión infantil que no quiero explorar demasiado para que no se me estropee, y es la de desear (inevitable y tiránicamente) que mi ideal de idoneidad sea el de todos y que sea yo quien dé con la clave para convertirme así en el Bien Común Denominador. Son fantasías de grandeza que funcionan como combustible, que tampoco se me alarme nadie: mientras no sea el mejor (ser el peor no entra en mis planes, siento la inmodestia, pero tampoco vamos a jugar a eso) todavía hay posibilidad de ser el mejor.

P: En Magistral tratas algo que suele pasar totalmente desapercibido como es el ‘estilo’. De hecho, escribes: «Que la vehemencia somete a cualquiera que ande buscando estilo es cosa que no debería sorprender a nadie». En este sentido, la sensación que obtengo es que crees que en España pocos se atreven a traspasar los límites del lenguaje, a romper cualquier barrera («El castellano es hoy un idioma monigotado»). Ves el castellano como una lengua hermética, encerrada en sí misma, poco dada a experimentar. ¿No es así?

R. M. G.: La tesis de Magistral es que el idioma español es inservible. Mi opinión, en cambio, es que el castellano, reanimado, es de una exuberancia tremenda. Evidentemente, hay unos cuantos escritores y escritoras en español con voluntad de estilo a los que eso, el estilo, no les parece una tara ni una impostura, sino que lo tratan como uno de los elementos que genera el contenido y a veces hasta el tema de sus libros, pero es más abundante una literatura aquejada de rechazo frontal al estilo (que sólo me parece interesante si es una opción estilística; en caso contrario, es estéril, como la pose antiintelectualista que tras más de treinta años de moda ha dejado de ser pose y ¿ahora qué?: ahora ya podemos decir orgullosamente que somos imbéciles), de miedo y cautela (la cautela no está mal, no exageremos) y de una devoción injustificada y cómica por lo correcto; no hablo de lo correcto políticamente (que también, claro) sino de lo correcto de las formas, ideas de armonía, sobriedad, elegancia, representación, lirismo, tabuización del humor…, que a mí se me hacen muy cuesta arriba. Claro: esa es mi opinión, soy el primero que entiende que Magistral a muchos se les va a atragantar para toda la vida, y vanagloriarse de eso sería de gilipollas.

P: Y de ahí que te sirvas de Ben Marcus y de la “Boca Norteamericana”, para dar a entender eso de que: «Este idioma está maldito, este idioma está débil, este idioma está difícil. Este idioma nuestro tiene lo que se merece: nada y gente sin ambición. Manantiales de falta de ambición. Aquí paz y después pereza».

R. M. G.: Es la voz de un rey-bufón que juega a insultar, así que es extremista para todo; una voz no tan previsible como pueda parecer en un primer momento, porque no viene del rencor, porque jamás ha tenido que adular ni ha conocido otra cosa que la grandeza. Un jefe de bufones sin más perspectiva que la extensión que abarca su dominio. Hay que ponerlo en ese contexto, me parece, aunque lo voy descubriendo a medida que hablo contigo.

También parece que identifica plenamente ambición con forma, no me había fijado hasta ahora. Es una simplificación perversa. Pero, en cualquier caso, detrás de todo eso que cuento no hay desgarro, sino júbilo ante el convencimiento absoluto de que las posibilidades del lenguaje están a mi alcance o lo estarán. Es una danza de la muerte, pero una danza de la muerte bufa que se ríe de quienes aseguran que algo se muere en la literatura este año o el año pasado. Está claro que no. Hay que ser compasivos con esa gente porque, en mi opinión, es su manera de pedir ayuda: son ellos quienes se están muriendo, ya sea escribiendo mal, escribiendo con elegancia lírica, correcta y comedida o escribiendo que esto se acaba. O leyendo, que no sé qué es peor. Dejad que se suban los primeros a los botes.

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P: Ben Marcus crea un lenguaje propio, ataca toda su estructura, lo desestabiliza. Y aquí, en Magistral,  se observa ese ejercicio. Inventas palabras (calumnias y zalamerías = calamería), castellanizas otras (bardólatra, de bardolatry; enverinarlos, que viene del verbo enverinar en catalán, envenenar…), juegas con la propia maquetación intercalando fragmentos… Alteras el lenguaje con un objetivo concreto. Sin embargo, reconoces que, «si resulta que uno está interesado en explotar las posibilidades del lenguaje, a esprintar con la lengua, se da por supuesto que odia la industria del libro y odia a su público».

R. M. G.: Hay que decir, en honor a la verdad y a Jekyll & Jill Editores, que la maquetación del texto creó la novela. O acabó de darle forma y dio pie incluso a algunos de sus temas.

Dicho esto: la verdad es que esa frase que citas está parafraseada de un artículo de Ben Marcus, precisamente, porque en ese momento de la narración se da un instante de posesión que no hace falta resaltar dentro del libro pero sí fuera, claro. El artículo se tituló «Why experimental fiction threatens to destroy publishing, Jonathan Franzen, and life as we know it» (Harper’s, 2005), y era una respuesta tardía a aquel célebre «Mr Difficult» sobre William Gaddis (New Yorker, 2002). Así que ya ves, sí: para mí, el conflicto en España también es dificultad/adocenamiento y medios placenteros/medios áridos para conseguir efectos.

He dicho efectos, sí: lo afectado, lo efectista o lo llanísimo dirigido a crear un efecto es interesante, pero nos han convencido de que la literatura auténticamente honesta no persigue un efecto. Dime si ésta te parece una buena definición de «literatura», porque a algunos parece que sí:

Plasma 1. m. Biol. Parte líquida de la sangre o de la linfa que contiene en suspensión sus células componentes.

Es decir, una cosa más tibia que vómito de cristo.

P: Es decir, que en el “mercado” editorial español no hay cabida para alguien con esas aspiraciones, ¿no hay cabida para alguien como tú?

R. M. G.: Yo creo que no. Sacadme de aquí, traducidme al francés.

Notable-American-WomenP: Me pregunto cómo es posible que no se haya traducido todavía en España a Ben Marcus (bueno, seguramente tú sí lo has traducido pero no se ha publicado nada, o nadie se ha atrevido). ¿Crees que si se llega a publicar en España y la “crítica” especializada lo aclama, puede dar pie a que autores en lengua castellana con esas pretensiones en cuanto a lenguaje y estructura puedan encontrar un lugar aquí, que se les publique? Digo esto porque, como bien sabrás, en España somos muy dados a ningunearnos a nosotros mismos y a vitorear todo lo que viene de fuera. Así, si se publica una traducción de Ben Marcus y triunfa, ese “estilo”, esa línea de investigación o llámalo como quieras, triunfaría. ¿O es de necios pensar tal cosa?

R. M. G.: Pues explico la historia, ¿por qué no? Hace unos tres años propuse traducir Notable American Women a una editorial que intentó contratarlo, pero la respuesta fue que no estaba disponible porque se nos había adelantado otro sello español. No ha salido nada en este tiempo. Escribí a Ben Marcus para comentarle que hablaba de su segundo libro en mi segunda novela, enviarle algún ejemplar, etcétera, y le conté la anécdota, pero él no tenía constancia de que NAW hubiese estado a punto de ser traducida al español en ningún momento.

Por otra parte, tampoco creo que leerlo en España haya de crear un nuevo paradigma, piensa que tenemos a algunas obras traducidas en esa línea rompedora desde el punto de vista formal: Blake Butler o Joy Williams en Alpha Decay; el Motorman de David Ohle en Periférica…, y, además, yo no niego —o sólo lo hago dentro de Magistral, a saber quién soy ahí dentro, pero desde luego dueño de mí mismo no— que exista transgresión en la lengua y en la narrativa en español. Que tampoco es una cosa que me parezca tan deseable; de hecho, el experimentalismo puede llevar a cosas que a mí me resultan aburridísimas. El surrealismo (metamos aquí casi todo lo que llamamos surrealismo impropiamente, va) es un coñazo y la carta blanca para el todovale; las jitanjáforas para quien tenga la boca llena, Cortázar para quien no tenga otra cosa a mano.

A mí me hacía falta un modelo de fuera para sustentar la anécdota del libro —el asalto violento de una lengua a otra—. Ese contrachovinismo es un recurso más de la novela, otro rasgo del narrador.

P: Disraeli fue, si no me equivoco, quien dijo aquello de: «Cuando quiero leer una novela, la escribo». Es una idea que planteas o dejas entrever, ¿no?

R. M. G.: No sabía que Disraeli lo hubiese dicho así, qué bien. Me parece que a mí me llegó a través de la reflexión que hacía Franzen en «Mr Difficult»: venía a decir que Gaddis terminaba escribiendo fárragos que él mismo jamás leería; es decir, que el muy farsante sabe que no procura placer porque a él no le procuraría placer. Si no recuerdo mal, apoyaba su tesis en los gustos literarios de Gaddis. Ya se sabe que Franzen no da puntada sin pincho.

Y lo que me sugiere a mí ese planteamiento de las cosas es que seguramente es muy llevadero que opinen que tu novela es una basura; lo único que debe doler es que el lector piense con sinceridad que lo has estafado, que no hay honestidad en tu libro. Que tú sabías que eso no y lo has intentado hacer pasar por sí. Y luego está la posible dosis de autoengaño: uno puede tener la tranquilidad de conciencia de que ha entregado lo que creía una novela personalísima con toda la ingenuidad y el júbilo del mundo, pero si luego lo leen a uno como si fuese una maquinita taimada a lo mejor es que uno mismo se ha equivocado. Para curarnos eso tenemos la vanidad, pero claro: no es infinita.

El tiempo no pone a nadie en su sitio. Venga ya.

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P: Quizá por eso dices que «escribir no es una labor diplomática. No debería haber lugar para la amabilidad en la novela, quien se pierda que se enfurezca, que para eso estamos rellenos de sangre y no de cacahué». A parte del juego de palabras con el anuncio de los Conguitos…, señalas esa necesidad de escribir para no tener que complacer a nadie más que a uno mismo, lo que supone normalmente vivir al margen, no ser leído. ¿Vale la pena?

R: M. G.: Yo creo que dedicar la Vida a la Gran Obra escrita en una Alta Lengua para Uno Mismo i Prou es la cosa más tonta del mundo. Abomino de los escritores con una Misión y de la palabra «oficio» mal empleada, ahí no siento la necesidad de extremar la cortesía, porque no se me puede malinterpretar.

Mi objetivo es que lo que escribo pueda leerlo el mayor número de gente posible. Cuando yo leía a Manganelli o a Ceronetti (traducidos) de muy joven, seguramente no comprendía a la primera todo lo que me estaban contando, pero los disfrutaba muchísimo. Aspiro a que el lector no se sienta ninguneado porque no entiende un término, sino que entre, abandone el recelo y se dé cuenta enseguida de que ahí estamos los dos de igual a igual; o no, porque a fin de cuentas yo soy su entertainer y ella o él es quien me paga.

P: A colación con lo anterior, a través de ese narrador/autor arrogante y altanero te muestras muy crítico. Con la lengua castellana, con los medios de difusión/comunicación, con la crítica… En algunos momentos de la lectura, siento decírtelo, ¡me sentí atacado! ¿Todo lo que rodea a la literatura en nuestro país es hipócrita?

R. M. G.: Sospecho que si profundizase mucho en ello y volviese a estar al día en materia de crítica, reseñismo o prensa, podría estar de acuerdo en muchos puntos con el narrador de Magistral, pero la realidad es que esa voz está más formada de prejuicios que he tenido que de prejuicios que tengo. Mi postura real: por fuerza debe de ser un ámbito hipócrita: estamos hablando de seres humanos. Uno de los cometidos de la novela es que cada lector se sienta interpelado y ofendido individualmente por lo que es y por lo que cree ser y por lo que no quiere ser…, en ese sentido creo que está lograda: tú te has sentido atacado como periodista, otro lo hará como escritor frustrado, otro como lector poco ambicioso, otro como lector ridículamente ambicioso…, tampoco yo me salvo de esa quema, desde luego. De hecho, toda esa porquería tiene que haber salido de algún sitio, así que termino siendo el gran sospechoso, por aquello de que «quien lo huele, debajo lo tiene» (Martin Heidegger).

P: Es curioso que, como traductor, abordes también la traducción en esta obra. Cuando escribes que «Todos empezamos a traducir por el mismo motivo: porque quienes se suponía que lo estaban haciendo no lo hacían, canseis de ser sexys», ¿qué es, más o menos, lo que pretendes decir?

R. M. G.: Me parece natural que muchos traductores literarios deban la decisión de dedicarse a esto a raíz de haberse cruzado con una versión inexacta, poco respetuosa, desacertada o descuidada de una obra. Por ahí va la cosa. El asunto de la traducción lo toco de una manera muy tangencial, porque considero que no tengo suficiente bagaje como para profundizar mucho más, así que es un recurso para abordar las deformaciones que se revelan necesarias para abandonar el castellano (que es lo que propone el narrador) y tomar por la fuerza el inglés.

P: Perdona que insista con el tema de la traducción. Tuve ocasión de entrevistar a Lydia Davis (entrevista que no he publicado todavía, por cierto). Ella también traduce, del francés. Le pregunté si creía que traducir es un máster de escritura creativa. Me contestó lo siguiente: «No creo que traducir sea como hacer un máster en escritura creativa, pero sí que es una manera de escribir, y para un escritor es una buena forma de practicar, porque te dan un texto y debes encontrar un lenguaje equivalente en tu lengua materna; y no puedes evitar decir ciertas cosas. Vas aprendiendo a conocer cada vez mejor tu propia lengua». ¿Para ti qué supone la traducción? ¡¡¡Y no me digas que pagar facturas!!!

R. M. G.: Para empezar, lo más parecido a la fusión célebre de arte y vida que todo ser humano que se precie ha de buscar en la adolescencia (como mínimo en la adolescencia): la oportunidad soñada de ganarse la vida con tu mal: la taquigrafía mental. El campo de experimentación perfecto, el banco de pruebas. Evidentemente, la primera regla es la contención del propio yo, estar dispuesto a perder la identidad en beneficio de una voz que no es la tuya. Poder ser muchos sin necesidad de morirte cada vez que empiezas a ser otro. Tiene su puntito fáustico, no está mal, ¿no? Pero te cuento más cuando sea un profesional verdaderamente experimentado (o sea: cinco o seis meses después de mi muerte).

NOTA: Quizá esta charla siga su curso, quizá no. Sea como fuere, esperamos esmerarnos en el cultivo de la letra en nuevas entregas. No se pierdan por el camino, hagan el favor.

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