A mountain man is a lonely man

A  mountain man is a lonely man
and he leaves a life behind

Jeremiah Johnson
Robert Redford como Jeremiah Johnson

John Keats escribió que «la poesía de la tierra nunca ha muerto». Hay algo en la tierra, en la naturaleza, que no deja de abrumarnos, algo que siempre nos conduce a lo profundo de sus raíces. Esas raíces permiten vislumbrar cierta verdad sobre el ciclo de la vida, ofrecen la oportunidad de alcanzar un entendimiento sobre lo que somos en realidad, pues como decía Averroes, «en la naturaleza nada hay superfluo». Todo cuanto existe en la tierra cumple una función específica, todos somos piezas de un engranaje perfecto aunque caduco, fugaz. No hay que olvidar que todo es efímero, a pesar de esa actitud nuestra tan terca de querer ralentizar las horas, expandir los días, dilatar los años. Queremos ser inmortales pero todo intento es en vano, pues no tenemos control sobre el tiempo, nos supera. Nuestro tiempo en vida es una mera exhalación, un pequeño hálito en la historia universal. Quizá por ello necesitemos creer en algo y refugiarnos en ese algo. Somos seres temerosos, qué duda cabe.

Son muchas las personas que al perder el rumbo de sus vidas emprenden un viaje de retorno hacia el hogar primigenio: la naturaleza.  Esa travesía suele llevarse a cabo en soledad para iniciar un ejercicio de introspección que finalmente nos ayude a comprender que no todo es fruto de un error y que podemos ser dueños de nosotros mismos. Alejar los miedos de cada uno no es tarea fácil, de ahí que intentemos huir y olvidar. Pero, ¿realmente somos capaces de dejar atrás nuestros fantasmas?

Recién concluida la guerra entre Estados Unidos y México (1846-48), Jeremiah Johnson pretende aislarse voluntariamente del mundo. Decepcionado y desorientado, decide que su camino, su momento, está en las montañas. Será allí, en la naturaleza salvaje, donde el águila o el gorrión le sirvan de guía, donde encuentre su lugar en una historia que, muy probablemente, debió ser de otro modo. Este personaje, encarnado por Robert Redford —bajo la dirección de Sydney Pollack—, protagoniza una balada épica del hombre y su relación con la tierra. Es esta la historia de un superviviente, de un hombre hastiado del mundo «civilizado» que necesita valerse por sí mismo en un territorio teóricamente hostil. Basado en parte de la vida del legendario Liver-Eating Johnson, el filme de 1972 se plantea como un homenaje a la naturaleza y a las tribus indias que luchaban por su territorio.

La cinta rodada en Utah se enmarca en un contexto bastante singular: el inicio de los años 70, momento en el que los movimientos antisistema y pro medio ambiente, inspirados en la obra de Heny David Thoreau, cobrarían gran protagonismo en la cultura estadounidense. Junto a Jeremiah Johnson aparecieron películas como la interpretada por Dustin Hoffman, y dirigida por Arthur Penn, Little Big Man (1970); McCabe and Mrs. Miller (1971), de Robert Altman, con Warren Beatty y Julie Christie —y banda sonora de Leonard Cohen—; o la que dirigiera ese mismo año de 1971 Richard C. Sarafian, con Richard Harris y John Huston encabezando el reparto, Man in the Wilderness. Todas ellas tienen en común su crítica sobre el efecto negativo del ser humano en la naturaleza salvaje. Eran películas que protestaron sobre los abusos de poder de los gobiernos y que reflejaron en cierta medida la hipocresía sobre la que se asientan las bases de los países que dominan el mundo, más concretamente el país de las teóricas oportunidades, Estados Unidos. ¿Por qué esa disconformidad, esa queja? Aquellos días eran los días de un «mundo en crisis, un mundo en movimiento, un mundo arrojándose hacia un destino quizás no muy lejano que aún no se podía vislumbrar. Un mundo sin duda herido y autodestructivo pero palpitante de vida y de posibilidades, cargado de energía y de contradicciones y asediado por el peso de la responsabilidad de llevar a cabo elecciones susceptibles de ser fabulosas o fatales: mi mundo», como escribe Bill Ayers en Días de fuga (Hoja de Lata), retrato en primera persona sobre esa organización de izquierda radical de finales de la década de los 60 y principios de los 70 denominada The Weather Underground que estaba alineada con los movimientos de derechos civiles y de los movimientos contra la guerra de Vietnam y que detonaron bombas, sin víctimas, en el Capitolio de los Estados Unidos, en Washington DC, en el Pentágono y en el edificio Harry S. Truman del Departamento de Estado.

Eran estos unos tiempos de gran convulsión y confusión que afectaron a toda una generación. Eran momentos protagonizados por las revoluciones en Latinoamérica, levantamientos en toda Asia, movimientos de liberación en África… Eran tiempos en los que decir basta. Eran los tiempos del sinsentido de Vietnam. Los años 60 fueron una época de violencia y en ella la sociedad vivía de forma violenta, hastiados por la más absoluta de las incoherencias, decepcionados con el poder. Se necesitaba un cambio, se exigía un cambio, a cualquier precio. «Yo elegí el bando de los rebeldes, de los resistentes, de los que se oponían al dictamen de la mayoría, de los agnósticos y los escépticos», relata Ayers. «Si no alzábamos nuestra voz, si no actuábamos, éramos unos traidores», asegura. Y como él, fueron muchos los que combatieron en pro de una causa que creían sobresaliente: combatir por la propia humanidad, en su independencia. Algunos vieron en la defensa de la naturaleza, en el respeto por el medio ambiente y en los animales el modo de actuar; imagino que influenciados por ese mensaje de Thoreau que decía que el hombre sólo puede ser feliz sin olvidar el contacto con la naturaleza. El caso de Doug Peacock sería un ejemplo claro.

mis-anos-salvajesEn Mis años grizzly. En busca de la naturaleza salvaje (Errata Naturae), este antiguo médico boina verde veterano de Vietnam, ofrece un relato que entronca con la ideología de Thoreau, es decir, con la concepción de la naturaleza como el lugar privilegiado en el que el ser humano puede pensarse. Peacock, al igual que Jeremiah Johnson, vuelve de una guerra que nunca entendió, una guerra que le sumergió en un mundo que empalidecía día tras día. Hundido, turbado y confuso por culpa de las atrocidades que vivió en primera persona, el único modo de mantener cierta cordura es encontrar una causa y luchar por ella. Así, como Jeremiah, se dirige a las montañas, lugar que siempre le pareció especial, lugar con poder, el hogar del oso grizzly, su causa.

Los osos le ofrecieron a Peacock una razón de ser tras su regreso de Vietnam, lo salvaron. A partir de 1968 se dedicó en cuerpo y alma al seguimiento y cuidado de estos grandes mamíferos, símbolo de una América ya olvidada, la América de los grandes búfalos ya exterminados o los pueblos nativos ya arrinconados y mermados. A lo largo de este monólogo interior, Peacock parece emular a Arthur Schopenhauer, quien creía que «el hombre ha hecho de la Tierra un infierno para los animales». A modo de diario personal, Peacock intercala reflexiones sobre el infierno de Vietnam con sus peripecias en busca de sus queridos grizzlies que año tras año, estación tras estación, le llevaban de Yellowstone al Parque Nacional de los Glaciares o la zona norte de México. «Los osos me ofrecieron un calendario tras mi regreso de la guerra de Vietnam», explica este singular «hombre salvaje» que inspirara a Edward Abbey, amigo íntimo, para escribir la ya mítica La banda de la tenaza (Berenice), obra capital de la contracultura norteamericana protagonizada por un grupo peculiar de ecoterroristas y que el siempre revolucionario Robert Crumb tuvo a bien de ilustrar —como dato curioso, mencionar de nuevo a Robert Redford, quien confesó su intención de llevar al cine esta obra basada en el activismo y compromiso medioambiental, además de promulgar el hedonismo—.

En cada una de las páginas de Mis años grizzly Peacock trata de explorar cuál es la verdadera importancia que le concedemos a la naturaleza. Describe las montañas con sus valles y laderas, lagos y ríos, fauna y flora, profundiza en la historia de una tierra que fue arrebatada a los pueblos indios por la fuerza, traslada sonidos y sensaciones. Peacock es un naturalista, alguien al que no le importa perder un par de días por el mero hecho de contemplar a un grupo de uapitíes en movimiento o cómo el viento mece las ramas de una pícea. Y es que en la naturaleza el tiempo es relativo, poco le importa al que resulta ser un verdadero amante del territorio silvestre. No obstante, para llegar a ese punto, tuvo que sufrir una guerra y, posteriormente, hacer frente a esa sensación de desarraigado, de persona completamente ajena a una sociedad que no reconocía como propia y de la que fue incapaz de reintegrarse. En otras palabras, Peacock era una persona quebrada, un proscrito, alguien que no pudo expandir su conciencia más allá de aquella experiencia brutal en la que el verdadero y principal depredador es el hombre, Vietnam. «Si había obtenido un granito de sabiduría tras vivir la agonía de la batalla, éste no tenía que ver con técnicas para matar o hacer la guerra. No había iluminación alguna en el asesinato. Lo que se me había quedado grabado a fuego en lo más profundo de la conciencia eran las pequeñas acciones de gracia, lecciones que yacían latentes en el recuerdo y que ahora poco a poco rescataba de los rincones más anestesiados de mi cerebro. Nunca importaba el porqué. La propia concesión de clemencia era trascendental», escribe.

Para esa generación en la que destacaban figuras como las de Bill Ayers, Edward Abbey o el propio Peacock, Vietnam supuso un antes y un después; esa guerra hizo que toda una década se perdiera. «Después de Vietnam vi cambiar el mundo a una velocidad pasmosa, a un ritmo del que no había percatado antes de 1968», afirma el intrépido amante de los grizzlies, quien se percató de un cambio notorio en el uso (o mal uso) de los recursos naturales por esas fechas. «Los recursos que otrora consideraban infinitos estaban disminuyendo claramente. Toda la actitud de nuestra cultura hacia la tierra se volvía cada vez más confusa y obsoleta», declara en las páginas de Mis años grizzly. La naturaleza no escapó a la incongruencia de ese mundo enfrentado. Tal y como pensaba Peacock, «el propio concepto de naturaleza, que debiera entenderse como un lugar alejado de las restricciones de la cultura y la sociedad humana, estaba a merced de todos». ¿Y qué hacer cuando ese mundo primigenio e indómito se ve amenazado? Quizá convertirse en un forajido, en un saboteador del sistema que pone en peligro ese hábitat natural que parte de una relación social incuestionable como es la del ser humano y su entorno.

Doug Peacock
Doug Peacock

Doug Peacock se muestra concienzudamente crítico con las políticas ambientales de un país, el suyo, que fue y es capaz de permitir la extinción de especies animales emblemáticas, además de convertirse en una nación de pueblos perseguidos, gentes desterradas o excluidas. «Nuestro trato hacia los indios pacificados o los aldeanos vietnamitas y nuestra gestión de la naturaleza tiene un origen común», advierte, y lo hace con criterio, pues durante todos sus años como hombre solitario ha sido testigo directo del efecto dañino que tarde o temprano el ser humano —en este caso el occidental— provoca allá donde pone un pie por ese afán de creerse el amo y señor de todo. Para intentar contrarrestar esa desazón, Peacock comparte con el lector algunos pensamientos que nos devuelven cierta esperanza, puesto que su objetivo siempre ha sido, «poner freno a un mundo que se había vuelto loco». Y para ello se sirve de los osos grizzly y de esas expediciones en las que se dio cuenta de que «cada planta y animal le transmitía al hombre información codificada». ¿Qué clase de información puede ser esa? En primer lugar, Peacock es consciente de que vivimos en un mundo que se puede medir perfectamente en términos de asombro y de misterio. Cada relación que se establece entre las diferentes especies es metafórica, y la metáfora es, precisamente, «el camino fundamental de la imaginación, una primera línea de investigación hacia las vidas de otras criaturas que arroja luz sobre las nuestras».

Si logramos conocer los lazos que nos vinculan a otras innumerables especies, asegura Peacock, acabaremos «descubriendo un paralelismo fundamental que fue el primero en revelarnos los secretos de nuestra inteligencia». De ahí que insista tanto en preservar esas zonas que los antiguos pueblos indios consideraban su hogar. «La tierra no era algo que había que temer o conquistar, y la “vida salvaje” no era ni salvaje ni ajena: era familiar», explica. Razón no le falta, pues los occidentales hemos sucumbido a un poder analítico que ha convertido el mundo natural en algo ajeno a nosotros mismos, cuando en realidad ese mundo es parte vital. Como escribiera Luther Standing Bear, el sioux oglala: «Sólo para el hombre blanco la naturaleza era un lugar salvaje, y sólo para él estaba la tierra infestada de animales y pueblos salvajes. Para nosotros era mansa y pródiga, y estábamos rodeados de las bendiciones del Gran Misterio». Sin embargo, parecemos empeñados en ser «la única especie animal que intenta apañárselas en la naturaleza sin tener contacto o comunicación con otras especies», lo cual es un error pues perdemos de vista ese estado mágico en el que se esconde toda sabiduría, la materia esencial de la propia vida. En este sentido, creo que Peacock quiso vivir deliberadamente tras el horror de Vietnam, y buscó enfrentarse solo a «los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida…para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido», como dijera Thoreau.

Respeto y curiosidad, belleza y riesgo, preservación y conciencia. Doug Peacock encarna a la perfección la figura del defensor de lo indómito y es por ello que las extravagancias de este hombre consagrado en la observación de osos grizzly y experto explorador —que trabajó como guarda forestal y fotógrafo ocasional para prestigiosas revistas o que ayudara a Jean-Jacques Anaud en la realización de su película El oso— atraen tanto a aquellos que siempre quisimos ser aventureros, que siempre quisimos perdernos y olvidar, que siempre quisimos volver al origen y vivir sin ataduras.

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