Janum. Charlando con Myriam Moscona

Myriam Moscona

Existe un momento en La resta (Demipage), primera novela de Alia Trabucco, en que la autora chilena hace mención del peso de las palabras, de su importancia. Trabucco, a través del personaje de Iquela, escribe que está convencida «como cuando niña, de que cada persona no vivía una cantidad de años sino un número predeterminado de palabras que podía escuchar a lo largo de la vida». Al parecer, existen palabras leves —«como planeador o libélula», dice— y otras pesadas —«como gruta, queloide o rajadura»—. No sé si nuestro periplo vital lo determina el número de palabras que somos capaces de escuchar, pero sí sé que hay ciertas palabras que nos marcan de por vida. En mi caso existe una palabra —mágica— en ladino que forma parte de mí, que ya no puedo separar de lo que he sido, soy y que quiero ser. Esa palabra es janum.

Recuerdo, como si fuera hoy mismo, cuándo fue la primera vez que leí/escuché esa palabra que en principio me sonó extraña y que poco a poco se tornó imprescindible. Janum forma parte ahora de un código secreto, es una de las claves de mi vocabulario más íntimo y personal, y me enorgullece enormemente que esto sea así, pues no renuncio a esos pequeños detalles que al fin y al cabo definen una vida entera. Esta palabra que ha sido capaz de ofrecerme auténticos instantes de felicidad, según pude averiguar más tarde gracias a Myriam Moscona, es una voz turca integrada al ladino, «una expresión de cariño y cercanía, como si en México le dijeras a alguien «corazón»», según me contó. Fue en su Tela de sevoya (Acantilado) donde me topé con esta palabra mágica e ilusionante, vigorosa, ese apelativo irrenunciable que me fue otorgado por alguien que apareció en la corriente principal de mi vida, esa persona que, como el ruiseñor de Maria van Rysselberghe, me ayudaría a «alcanzar de nuevo lo inexplicable» y a controlar «los accidentes de mi camino».

Tela de sevoya es, en palabras de Juan Gelman, «un texto absolutamente extraordinario» en el que Moscona «logra juntar pasado y presente, vida y muerte, memoria e imaginación en un mismo espacio». Pasado y presente, vida y muerte, memoria e imaginación… Son estos ingredientes demasiado atractivos para no atraer mi mirada, mi curiosidad. Este libro es un viaje por el recuerdo y el olvido, por un ayer que aun pervive y que esconde tras de sí algo esencial como es la identidad. ¿Quiénes somos y por qué estamos aquí? ¿Por qué unos viven y otros mueren? ¿Qué lugar debo ocupar en el mundo? ¿Cuál es mi destino? Estas son cuestiones fundamentales que intentan responder a las más elementales certidumbres de la existencia, y son cuestiones sin respuesta. Y esto es así porque, como diría Adam Zagajewski, «por lo común, buscamos aquello que ya no existe». ¿Y qué es eso que ya no existe y que Myriam Moscona busca? ¿Un idioma, una cultura, una enseñanza? Con una voz muy particular y una estructura sorpresiva emprende esa averiguación vital, y en ese transcurso invita al lector a unirse a ella, y el lector acepta entusiasmado, pues nada hay que nos guste más que enrolarnos en lo que promete ser una gran aventura —en este caso sociolingüística, cultural, onírica—.

telasevoyaPregunta: Para empezar, Tela de sevoya es una novela que versa sobre la memoria, ese «eslabón abierto de una cadena», como escribe en la propia historia. Busca recuperar de algún modo una cultura a la cual pertenece, quiere dar testimonio de su existencia. ¿Cuán importante es ese sentimiento de abandono y pérdida de la tradición sefardí?

Myriam Moscona: Quizá le parezca extraña mi respuesta, pero antes que la tradición sefardí, me siento atraída por mi lengua. Bajo el castellano actual, existe esa otra  lengua secreta, de la que pocos han oído siquiera hablar. ¿Qué resulta más importante? ¿La infancia de mi lengua o la lengua de mi infancia? Desde luego que lo primero, pero no tengo otra forma de acceder a ella sino es asomándome a mi niñez.

P: La escritora y poeta austriaca Ingeborg Bachmann afirmaba que «la verdad está oculta; que solo el arte es capaz de desvelarla». Esa «verdad» a la que se refiere es la esencia misma del ser humano, su condición. En su caso, esa «verdad» podría referirse al estado de conservación de la cultura judeoespañola. ¿A través de la escritura intenta que el ladino se siga manteniendo en un estado de efervescencia?

M. M.: ¡Qué va! Nadie tiene ese poder. Ojalá y estuviera en mis manos poder hacer algo para que el ladino no desaparezca de la Tierra. Ya no hay niños que la hablen, aunque ahora se manifiesta un interés visible entre algunos escritores y universidades. Salvo dejar una memoria, es poco lo que puede hacerse.

P: Menciona el hecho de que los hablantes del ladino estén integrados en distintos países por todo el mundo. Imposible no pensar en el mestizaje cultural que se produce en según qué ciudades, esas ciudades que Italo Calvino decía que eran «un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son solo de mercancías, sin también trueques de palabras, deseos, de recuerdos…» ¿En qué lugares el ladino está más arraigado en la actualidad y dónde diría que se ha producido mayor intercambio/mezcla?

M. M.: El ladino, judezmo, judeo-espanyol, espanyolit (todos nombres válidos) es como esos animales que adquieren las características del lugar por donde caminan. Los animales lo hacen por camuflaje, las lenguas, por otras razones. Sencillamente el judeo-español —la lengua que se estableció en diversas zonas de la Europa mediterránea y balcánica tras el decreto de expulsión de los reyes Católicos en 1492— tuvo una enorme influencia del francés, del turco, del hebreo y de varias más. Quizá predominó el turco debido a la gran cantidad de hablantes que se estableció en el Imperio Otomano. Aunque el judeo-espanyol es una lengua tan cercana al castellano, hay muchas palabras ajenas y difíciles de entender si uno no está expuesto a su uso. Por ejemplo: «hazino» es enfermo, «parás» es dinero, «kaimak» es nata. A mí me conmueven más las palabras castellanas que han caído en desuso. Por ejemplo «ansina», «muncho», «mezmo». Esas expresiones, consideradas barbarismos en mi país (y que hasta el día de hoy emplean los indios),  no son sino palabras de ese castellano que trajeron los primeros pobladores a América y que en las zonas rurales menos favorecidas permanecieron, hasta el día de hoy, congeladas. Es un fenómeno que impacta. Cuando de niña escuché a los indios de mi país hablar como hablaban mis abuelas, no lograba explicármelo. Hasta el día de hoy mucha gente ignora de dónde vienen esas expresiones «incorrectas».

P: Habla también de que «la única forma de traducción que la memoria tiene a su alcance es el lenguaje». Sin embargo, pienso en que toda memoria es o puede ser ficcionada, podemos disfrazarla hasta el punto de forjarla como si fuera una aleación imposible de novedades y añoranzas. Al fin y al cabo, todo es una metáfora, una construcción del ser humano. ¿No cree?

M. M.: Recuerdo que Borges decía sobre los sueños que no podemos realmente hablar de ellos. Al pasarlos por la palabra se convierten, son otra cosa. Son la memoria de los sueños más que el sueño en sí. Algunos lectores de Tela de sevoya quieren saber si realmente en mi infancia hubo una abuela tan mala como la que aparece en el libro, si soy yo esa voz del relato que se enfrenta a la abuela maligna y la reta y la saca de quicio. ¿Cuál es la frontera que divide la verdad de la ficción? Ese pliegue me interesa. Mi libro juega con esa y otras fronteras: la que separa la lengua arcaica de la contemporánea, la frontera entre los géneros literarios y también la que une y divide la vida de la muerte.

P: Todo escritor desarrolla su manera de relacionarse con el lenguaje. Es a través de ese código mediante el cual puede desarrollar su pensamiento y transmitirlo —Wittgenstein decía que «el lenguaje mismo es el vehículo del pensamiento»—. En Tela de sevoya escribe también que «el lenguaje es una piel». ¿Se refiere a que el lenguaje forma parte necesariamente de nuestra identidad, que es algo de lo que no podemos prescindir?

M. M.: La piel es el órgano más grande de nuestro organismo, el más flexible. «El lenguaje es una piel». Lo dice Roland Barthes y Tela de sevoya lo repite con él. En cada lengua existen particularidades únicas, irrepetibles, todo un universo adentro de una nuez. Por ello, cuando una lengua se pierde, no sólo se pierden sus palabras, sino toda una concepción del mundo. Además, ya se sabe, es lo que nos diferencia del resto de los animales. El lenguaje también nos permite tener acceso a una conciencia propia, a la certeza de saber que lo sabemos, o a saber que lo dudamos. El discurso de la conciencia nos hace seres distintos del resto de los seres con los que compartimos este mundo.

Myriam Moscona © Borzelli
Myriam Moscona © Borzelli

P: En su libro, si no me equivoco, realiza un ejercicio de introspección para comprender mejor cuáles son sus orígenes. Siempre queremos saber quiénes somos y de dónde venimos, ¿verdad? Somos seres nostálgicos acostumbrados a la incertidumbre.

M. M.: Introspección e investigación, no importa en qué orden. Lo relevante no soy yo, sino el hecho de la búsqueda misma. Mi vida, en sí, no tiene por qué interesarle a otros. Lo que, en todo caso, permite los pliegues de identidad va más allá de la propia historia. Entran en juego diversos malabares. Y, nuevamente aquí, la lengua y el lenguaje juegan un papel central. Vengo de una familia búlgara sefardí que llegó a México tras la guerra. En casa se vivía una especie de Babel: búlgaro entre mis padres, ladino con mis abuelas, hebreo en las oraciones litúrgicas, español en la vida cotidiana, en los estudios, en todo lo que implica una lengua materna que, en mi caso, no fue la de mis padres. Allí la paradoja de la lengua materna que no fue recibida por el lado materno ni paterno también pellizca el oído. Mis padres llegaron en sus treinta y tantos años a un país del que muy poco habían oído hablar. Murieron muy jóvenes y nunca volvieron a Bulgaria. Cuando yo pude ir —hablo del 2006— a buscar esas huellas perdidas que jamás acabaré de encontrar, surgió, como nunca antes, esa idea de la incertidumbre que por un lado es dolorosa y, por el otro, resulta propositiva.

P: La historia, las crónicas de los pueblos que nos han legado, en ocasiones, están impregnadas de leyendas y conformadas con intencionalidad artística. ¿Es este el caso de Tela de sevoya?  

M. M: Leyendas. De eso tuve a pasto desde niña. Desde lo que se despierta en la imaginación al hablar de lugares lejanos y desconocidos hasta aquellas que la tradición sefardí guarda como parte de su identidad y sabiduría. Hay una cantidad de dichos y proverbios que quizá vienen de la tradición bíblica pero que en la cultura sefardí se multiplican con propósitos ajenos a la religiosidad. Son una absoluta maravilla. De allí viene, por ejemplo, el título de mi libro. «El meoyo del ombre es tela de sevoya». «Meoyo» es «mente», es «esencia», aunque el dicho hace referencia a la fragilidad humana, tan quebradiza como las capas de la cebolla.

P: El escritor guatemalteco Eduardo Halfon indaga a través de su obra literaria en esa sensación de desarraigado del pueblo judío. De ahí que siempre dude de sí mismo, de quién es o quién se esperaba que fuera. ¿Myriam Moscona duda de sí misma, sabe quién es? Y, por otro lado, ¿qué opina sobre el exilio, forzado o no?

M. M.: Uno vive oculto en su nombre, pero ¿se sabe de verdad quién de verdad se es? Nadie podría tener una sola respuesta, además, no sé si estoy muy interesada en conseguirla. Elijo, mejor, un oleaje menos definitorio, más fluido, más sensual, menos riguroso.

Todos somos exiliados. Primero, del vientre materno, luego, de la infancia, pero ser expulsados, por hambre, por guerra, por persecuciones políticas o raciales, es una de las enormes vergüenzas de nuestra civilización. Todos los migrantes forzados a moverse son —o deberían serlo— una pena para la humanidad entera. Ahora bien, en mi caso, ser parte de una familia de migrantes, no ha sido sino un factor de riqueza. En determinadas condiciones, la errancia puede tener su encanto. Alguna vez el poeta catalán Ramón Xirau me contó que al llegar a México su padre, antes de tocar tierra,  les dijo «no vamos a vivir aquí entre paréntesis». Me pareció una actitud ejemplar. Por otra parte,  las imágenes que hoy en día reproducen los periódicos y la televisión de toda esa masa sufriente de familias que atraviesa a pie sus países, que huyen del maltrato y de la muerte, me enferman, literalmente, me enferman. ¿En qué nos hemos convertido? Eso me preocupa más que saber quién soy.

P: En un momento de su libro dice: «No estoy perdiendo la cordura, sólo escucho voces que arrastro conmigo. Me riñen, discuten entre sí, se insultan». ¿Qué voces son esas?

M. M.: Hay en el libro una escena que se repite. La narradora habla con una voz interna, una voz entrometida que le hace daño, que lleva un diálogo en contrapunto, como suele sucedernos cuando hablamos a solas en silencio. Ese fragmento dice: «Me he quedado sola aunque escucho voces adentro de mí. Cuando habla la voz maldita enseguida me llevo la mano a la garganta, la palpo, le meto un poco de presión, le ordeno que se calle». Es la voz que nos mete el pie, nos manda al auto sabotaje y a menudo debemos entrar en un escenario de combate con ella. Si no la sabemos acallar, enloquecemos.

P: Si me permite, Tela de sevoya es una auténtica joya desde el punto de vista filológico. ¿Cómo realizó ese proceso de investigación sobre el ladino? ¿Y cuándo empezó a profundizar en él?

M. M.: Créame que no era mi intención escribir una obra para interesar a filólogos, pero le agradezco el elogio. Yo escuché el ladino en mi niñez de boca de mis abuelas llegadas a México alrededor de sus setenta años, lo cual explica por qué  jamás lograron pasar al castellano contemporáneo. Es una lengua que siempre escuché. Entraba a mi oído pero no salía por mi boca. Yo les respondía en español. Nunca sabré del todo por qué tardé tanto en hacer en mi escritura algo con esa herencia. A veces pienso que es la lengua de mis muertos y tocarla me asustaba. El ladino es una lengua sin patria ni academia y con una vida fascinante. Desde luego que no es el único tema que me interesa, pero mientras siga trabajando espero volver a ella en distintas formas. Hace poco alguien me hizo una entrevista y me preguntó cómo me atrevo a escribir un libro en una lengua que no domino. Justo allí radica mi otra fascinación. Hay un temperamento distinto que me brota en ladino y me gusta experimentar con él. No soy una hablante natural de la lengua. Ningún hablante de español puede serlo. Quienes de verdad hablan ladino provienen de otras lenguas. Su cercanía al español lo echa a perder todo porque el español tiene la boca más grande y corre el peligro de triturar al menor. El ladino no es una lengua que domine, pero su conquista me emociona.

P: También me parece digno de mención la estructura de la que se sirve. Hace uso de cartas, poemas o fragmentos de diario para explicarnos la historia de la narradora/protagonista, y menciona a autores sobresalientes como Proust, Cioran, Celan… ¿Cómo supo el modo o la forma de narrar esta historia sobre el ladino y la cultura sefardí?

M. M.: La supe conforme la fui haciendo. Todos mis libros anteriores son de poesía. Este es mi primer libro narrativo y, por supuesto, no tenía un plan y mucho menos una estructura previa. La fui encontrando, como si hubiera diseñado una cajonera para guardar distintas cosas. Fue una idea de funcionalidad lo que me permitió avanzar. Los títulos se repiten porque los temas se repiten como en una obra musical. Todo lo que tiene que ver con sueños se llama «Molino de viento». Lo que habla de infancia y memoria emplea un término de la fotografía «Distancia de foco», las notas informativas sobre el ladino se agrupan en la sección «Pisapapeles», etc. Así logré hacer funcionar esa especie de mueble narrativo. No tenía mayores pretensiones.

P: Para aquellas personas que estén más interesadas en el ladino, ¿por dónde les recomendaría empezar a investigar?

M. M.: ¿Qué le parece si les decimos a «aquellas personas» que lean Tela de sevoya? Y bromas aparte, existen hermosos textos —ya sea contemporáneos o no— que son una dicha al oído. Desde el  libro Dibaxu del poeta argentino Juan Gelman (único caso que yo conozco de un escritor que ha usado el ladino sin pertenecer a la comunidad sefardí; su familia viene de Ucrania donde se hablaba el ydish). El suyo es un caso deslumbrante porque su acercamiento está ligado sólo al interés que lo une al español arcaico. Otra puerta de entrada a la lengua son las canciones de tradición sefardí que, si no me equivoco, son lo más difundido de su cultura. También vale la pena mencionar que hay un sitio en internet que se llama Ladinokomunitá. Es una especie de «chat» regido por un moderador. Uno puede entrar allí sin participar activamente. Si uno decide escribir, el único requisito es hacerlo en ladino, pero también se vale quedarse de mirón. Allí se intercambia de todo: desde comentarios académicos hasta recetas de cocina. Resulta paradójico que una lengua casi muerta se sirva de ese recurso tecnológico tan del siglo XXI. Hasta donde sé, tiene poco más de mil miembros.

P: Si no me equivoco, acaba de publicar un nuevo libro en México, en este caso de poemas, titulado Ansina. ¿Qué me puede contar de él?

M. M.: Hace poco salí de viaje. Dos días antes, llegaron a mis manos los primeros ejemplares de Ansina. Es un libro de poesía que mezcla algunas palabras en español. Al revés que en Tela de sevoya —libro escrito en español con algunos fragmentos en ladino— Ansina (que en ladino significa «así es»), lleva un glosario bellamente editado. Seguramente tendrá menos lectores que «la sevoya», pero lo importante para mí es haber pasado por la experiencia y por el riesgo de escribir con ese otro calibre, como si hubiera cambiado de pinceles y eso me obligara a una experimentación distinta. Ansina se publicó en Vaso roto y también estará distribuido en España.

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