«Un escritor es el que, en rigor, no sabe escribir. Nadie sabe escribir, pero un escritor es el que se da cuenta y convierte eso en un problema».
Hay, por qué no decirlo, momentos en la vida de uno que no dejan de abrumarlo. Son detalles quizá algo tontos, señales que uno más bien inventa para creerse sus propias mentiras o ensoñaciones. Tenemos el capricho, una y otra vez, de abandonarnos al azar; queremos ser hijos de la fortuna. Sin embargo, «no existe ya destino. Solo hechos sucesivos a los que se les da el sentido que uno cree que tienen. Impulsos y yerros, como el más común de los mortales», en palabras de Raymond Carver. A través de esos impulsos y yerros uno aprende, explora, sabe o ejerce su derecho a tomar consciencia (o no) de la realidad que le circunda. Y, se quiera o no, de pronto, uno es responsable de algo, de alguien. Pero, ¿es esa toda la verdad?
Nietzsche no dejaba de repetir que vivimos y pensamos bajo los efectos netos de lo ilógico, en el no saber y en el saber erróneo. De ahí que busquemos lo infrecuente o inhabitual, digo yo. Cualquier estímulo que nos permita huir, bienvenido sea. Y así fue, y así es, como la literatura se convierte por derecho propio en una de las mejores vías de escape que se hayan inventado jamás. Al menos, lo es para mí.
La fantasía –que al fin y al cabo no es más que una extensión del pensamiento– sirve para acrecentar los límites y el instinto del conocimiento. La fantasía, como parte indispensable de la vida. La vida, como existencia trivial o abnegada, como conciencia de la propia ruina, pero también como sensualidad y placer, como signo inequívoco de fascinación. De todo ello se hace eco la literatura a través de las palabras, de los conceptos, del lenguaje, del idioma. ¿Para qué escribir entonces? Para darnos cuenta de las cosas o para hacer ver que nos damos cuenta de las cosas. De eso sabe bastante Fabio Morábito, con quien he tenido el privilegio de charlar largo y tendido sobre la escritura, sobre la vocación literaria, sobre la ficción y la distancia, las artimañas y la desnudez, sobre «la aceptación de la esclavitud que entrañan las palabras».
El escritor, poeta y traductor, nacido en Alejandría (Egipto), de padres italianos y residente en México desde los 15 años –creo que podemos hablar de autor mexicano por derecho propio–, acaba de publicar un compendio de textos que bien podrían definirse como autobiografía literaria y bitácora de lectura, fábulas urbanas, microficciones del yo y poemas en prosa. El idioma materno, título de esta singular antología, acaba de ser publicado en España de la mano de la editorial Sexto Piso. Gracias a ellos –¡gracias Sara!–, he de reconocerlo y agradecerlo hasta la extenuación, pude enfrascarme en esta plática que podría definirse como maratoniana y en la que descubrí a un personaje elegante y transparente que, al igual que en su escritura, parece convertir fácil lo difícil, pues la conversa tuvo su alto grado de complejidad.
Pregunta: El acto de la escritura sirve, entre otras muchas cosas, para exorcizar los miedos del que escribe, para revelar inseguridades sobre el papel o plantear dilemas que le sumen en un constante juego de contradicciones. Usted, sin embargo, no cree que la literatura sea un ejercicio de autocuración o autoconocimiento. ¿Me equivoco?
Fabio Morábito: No creo que se escriba para conocerse. O no creo que se deba hacerlo. Al menos, en mi caso no es así. No creo escribir para saber más y mejor quién soy, si no porque me arrastran ciertas historias. Tal vez, inconscientemente, quiero descubrir en ellas algún aspecto de mi vida desconocido. Siempre hay una indagación, pero no lo concibo como una meta. La dificultad de escribir estriba en eso, no se pueden concluir las metas que uno supuestamente tiene antes de escribir un cuento, una novela. Por tanto, si uno quisiera hacerlo para conocerse está condenado desde el principio a fracasar.
P: Remarca que no concibe la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Y señala también que hay que «escribir, pues, como un correctivo. Escribir para seguir leyendo».
F. M.: Lo furtivo, digamos que se debe, en mi caso, al hecho de que la conciencia de escribir en un idioma aprendido nunca me abandona. Quizá no me abandone esa sensación porque el italiano –mi lengua materna– y el español –mi lengua adquirida–, siendo idiomas tan cercanos, se molestan mucho más que si mi lengua madre hubiera sido el alemán o el chino. El italiano y el español son como dos gemelos, que se llevan bien pero que en el fondo nunca terminan de entenderse. Eso produce cierto estado de incivilidad, que yo sospecho que es un estado común a todos los escritores. También creo que lo furtivo estaría en que uno siente que está robando tiempo, no solo a sí mismo si no a los demás, al dedicarse a esa actividad inútil que es construir historias, inventar personajes…
P: Habla de «actividad inútil» a la hora de construir historias pero la propia humanidad está asentada en una construcción histórica.
F. M.: Sí, pero sería un error creer que lo que se está haciendo es indispensable. Ese escritor o artista, concretamente, creo que hace lo que hace porque el ser humano se las ha arreglado para encontrar el tiempo y el ánimo y las ganas de hacerlo; pero sin poder esperar nada de los otros. Si previamente ya está esperando mucho, estoy seguro que eso lo va a llevar al fracaso, porque parte de la gracia de lo que se escribe es que, justamente, es algo gratuito; por lo cual, no se espera ninguna recompensa. En esa falta de recompensa ya está implícita la conciencia de lo que se está haciendo es bastante inútil, superfluo.
Si uno no escribe un libro, no le pasa nada al planeta. Si un escritor, como algunos de los que conocemos, no hubiera existido no estaría pasando absolutamente nada; la literatura siempre puede llenar esos huecos con otros escritores.
P: En uno de los textos que comprenden El idioma materno titulado Los nombres de los muertos hace mención a «la tiranía del concepto». Nietzsche pensaba que todo cuanto vemos se identifica acto seguido mediante un concepto que previamente ha sido creado por el lenguaje; en otras palabras, todo es una metáfora, una abstracción, una construcción ideada por nosotros mismos. En este sentido, ¿la lengua, el lenguaje en sí, es un capricho?
F. M.: La lengua, a través de un concepto, opera una traición en la realidad, una traición que nunca dejamos de percibir. Un árbol, no por el hecho de llamarse árbol significa que sea igual a otro; es decir, a cada rato, la realidad nos desmiente el lenguaje, nos está diciendo que la realidad está hecha de nombres propios, de seres únicos e irrepetibles. Yo sospecho que justamente esa es una de las condiciones que lo hacen a uno escritor. Lo que pasa es, paradójicamente, que para desvelar la unicidad de todo –la condición irrepetible de un objeto, de un ser humano, etc.– hay que recurrir al lenguaje, que es el homogeneizador por excelencia. No nos entenderíamos, no habría forma de comunicarnos, si no tuviéramos la palabra «árbol» para designar a todos esos seres con tronco y copa… El carácter irresoluto de la literatura es que a través del lenguaje estamos luchando contra el lenguaje para, de ese modo, poder intuir que no hay un ser o cosa parecido a otro. Esa verdad hay que transmitirla.
P: A colación de esto mismo, otro de los textos del libro, Dostoievski, comienza así: «Leer a Dostoievski nos recuerda que la vida humana es antes que nada diálogo». Al leer esto pensé rápidamente en unas palabras del lingüista ruso Valentin Voloshinov: «no hablamos más que entre comillas». ¿Somos palabra, pero tememos a la palabra?
F. M.: ¿Qué quiso decir Voloshinov exactamente?
P: Yo creo que hace referencia al hecho de que solemos recurrir a las citas porque tememos dar nuestra opinión. Nos servimos del pensamiento de otro para justificar nuestro parecer.
F. M.: Eso me interesa y creo que tiene que ver con muchos de los textos del libro, aquellos en los que hago referencia al subrayado. Es decir, nada como las palabras del otro para reconocernos. Sentimos que nos expresamos más plenamente a través de las palabras del otro, a través de un subrayado. La coincidencia con otro pensamiento es lo que nos da la plena convicción de que ese es realmente el que importa; lo cual, no deja de ser otra paradoja, porque parece que citando a otro somos más nosotros mismos.
P: Abordando un poco más el tema del lenguaje, de ese «idioma materno», en La poesía y la cara señala que, según los lingüistas, «en los balbuceos anteriores al aprendizaje del idioma materno el niño es capaz de proferir los sonidos de todas las lenguas». Y un poco más adelante habla de un «paraíso del que fuimos expulsados por el idioma que hablamos». Otra escritora, también mexicana, Valeria Luiselli, en su libro Papeles falsos subrayaba: «[…] lo cierto es que el proceso de adquirir un primer idioma es tan involuntario como lo es la afasia o el tartamudismo. Más que una reminiscencia del paraíso, aprender un idioma es un primer destierro, exilio involuntario y mudo hacia el interior de esa nada en el corazón de todo lo que nombramos». Visto así, ¿no resulta triste o un poco tétrico tener que aprender un idioma, quiera uno o no?
F. M.: De hecho, yo creo que siempre que aprendemos algo perdemos otra cosa. Perdemos, por lo menos, la virginidad o el asombro que conlleva ese aprendizaje. Una vez que ya hemos acumulado un conocimiento, no nos queda más remedio que seguir adelante y por lo tanto hemos quemado, por así decirlo, un cartucho de virginidad del mundo.
A mí siempre me ha fascinado esta afirmación de que un niño es capaz, antes de aprender un idioma, antes de encarrilarse hacia un idioma concreto, de poder dominar todos los sonidos. De hecho, a cualquiera de nosotros, si nos pidieran emitir sonidos en idiomas remotos como en hawaiano o en chino tendríamos una gran dificultad; la mayoría no podría hacerlo. Sin embargo, sí podríamos haber logrado esto en esa época que yo llamo paradisíaca por gozar de la plenitud de todos los sonidos. Aunque, claro, era la plenitud de los sonidos pero no lograba significar nada. En este sentido, yo creo que la poesía no ha olvidado ese momento de gracia y trata por todos los medios posibles de devolvernos un poco a ese paraíso de verdad, donde todavía las cosas no significaban pero, al mismo tiempo, todas eran designables y todos los sonidos eran posibles. Diría que la poesía juega un poco con eso, de ahí que no pueda ser homologable a un discurso entendible, como un discurso de todos los días.
P: Con respecto a la poesía hace un guiño, no sé si decir también crítica, al aludir el hecho de que un «libro» es tal cosa cuando es novela, no así cuando se trata de poesía o cuentos.
F. M.: Englobamos al cuento y la poesía con la etiqueta de «libro» por cuestiones prácticas, porque finalmente en nuestra mano un libro de poemas es igual en peso y forma, en materia, a cualquier otro libro. No obstante, en el momento de reunir varios poemas o cuentos en un «libro», éstos deben responder a una secuencia, a un orden. Es ahí cuando me topo con la sorpresa de que muchos de los poemas que había dado ya por buenos, se me caen. Es un momento muy crítico y es una acción que me lleva meses porque debo sacrificar poemas. Esto podría ser una prueba de que los poemas no necesitan un «libro». Por un lado, está ese sueño de Baudelaire de construir un «verdadero libro de poesía», con todos los poemas que se necesitan mutuamente; no se puede quitar uno solo sin que todo el organismo general se vea afectado. Pero, en la práctica, no sucede así; cada poema se defiende solo. En el caso de este libro, la mayoría de lectores me han dicho que leyeron los textos de forma aleatoria. Y, claro, pienso en todo lo que a mí me costó formar el índice, buscarle el lugar a cada uno de los textos, ¡para que luego me digan eso! –ríe–.
P: Todo puede ocurrir, claro.
F. M.: Son pruebas, para mí, de que los textos, como cuentos o los poemas, navegan a su aire y el libro no deja de ser una convención que los reúne para fines prácticos, pero en realidad no lo necesitan.
P: Hace más bien la función de habitáculo, ¿no?
F. M.: Tiene su propósito y consigue su función, claro. No sé si mis textos leídos ordenadamente, por ejemplo, o habiendo leído solo uno pueden expresar algo. A lo mejor empiezan a expresarse o a potenciar su cuerpo justamente porque el lector no solo lee uno, porque están en un conjunto.
P: Quizá, también, porque de esta forma conjunta se le dota de una intencionalidad.
F. M.: Lo ideal sería que no hubiera esa necesidad, esa ayuda; que cualquier texto, por más breve que sea, brillara por sí mismo, sin tener una confraternidad. Pero, en efecto, he de reconocer humildemente, en este caso, que un libro ayuda, un conjunto que haga destacar el texto.
P: Precisamente, para que cada texto luzca por sí mismo, la clave sería, además de la historia, el estilo. ¿Existe, pues, un estilo que logre hilvanar todos y cada uno de los textos, que les dé cierta cohesión?
F. M.: En el caso de este libro, la cohesión es dada por el tamaño de los textos. A su vez, ese tamaño tan breve me obligó a un tipo de escritura lleno de atajos, donde yo no podía argumentar nada de una manera tradicional y ensayística, porque no había tiempo para hacerlo. Tuve que recurrir a una sucesión de pensamiento más ligada a la poesía, a la metáfora, que hacer uso de argumentos racionales, más sólidos.
Por otra parte, creo que el estilo nunca hay que buscarlo. Si no viene por sí mismo, no es un estilo, es una retórica. Yo nunca me he propuesto un estilo, escribo de la manera más clara, precisa posible, tratando de no ser oscuro ni ser vago ni falsamente profundo. De algún modo, eso me lleva a tener un estilo pero yo no sabría describirlo, ni siquiera sé si podría reconocerme. Si tuviera un accidente que me volviera amnésico y en algún momento me ofrecieran leer unos textos que hubiera escrito con anterioridad, a lo mejor no reconocería nada de mí en esos textos, en ese estilo. De hecho, creo que no hay que ser demasiado consciente de las propias herramientas, de la propia voz, porque otra vez caemos en lo que decíamos antes, en la premeditación que termina por estropear en lugar de intentar ayudar al texto.
P: Retomando ese conflicto sobre el idioma materno, en ocasiones habla de «fingir» todo el tiempo por haber adquirido otro idioma que no es el suyo. Habla de traición, de un «escritor desertor». ¿Cuál es exactamente la sensación que tiene al haber tomado el castellano/español como idioma para la escritura?
F. M.: Primero hay que decir que no dependió de mí, no fue una decisión consciente. Yo aprendí español a los quince años. Había ya escrito cosas en mi lengua materna pero eran cosas sin mayor relevancia, cosas que puede escribir cualquier chico a esa edad. De manera que no es el mismo caso de un escritor ya hecho y derecho que, por ejemplo, va a vivir a otra parte y en esa otra visión, donde se habla otro idioma, puede seguir surtiendo el propio idioma en el que se ha formado. En mi caso, yo emigré al español de una manera natural, por mi edad. Hubiera sido imposible, casi impensable, que yo me empecinara en seguir escribiendo en italiano. De todos modos, la sensación que me produce es de una inseguridad permanente, concreta. Siempre me pregunto si se dice así o no. Después descubro, con alivio, que mis dudas realmente son las mismas que tiene cualquiera; aunque sospecho que las mías o son más radicales o abarcan otras partes del idioma que no representa la menor dificultad para otro. Siempre siento que cuando yo vacilo, vacilo como extranjero –a lo mejor me equivoco–.
P: De ahí la deserción…
F. M.: Volvemos a lo que decíamos antes: adaptar una lengua literaria ya es una forma de autoexiliarse, de aceptar que uno no puede comunicarse con la plenitud que quisiera. Por tanto, escribir es escribir siempre con la conciencia de que uno no sabe escribir, o que no sabe hacerlo como uno desea.
P: ¿Influye el hecho de haber publicado en un idioma u otro antes de tomar la decisión de adoptar una lengua definitiva para la escritura?
F. M.: Sí creo que es relevante. No sé por qué, pero creo que el hecho de no haber publicado nada antes de tomar esa decisión, de algún modo le permite al escritor tener un margen de acción a la hora de seleccionar qué lenguas abrazar. Eso no significa que una vez haya publicado en su «otra» lengua se vea impedido en volver a la materna, pero la cosa no sería tan fácil puesto que en el momento de publicar algo, ya te sientes «escritor». Esta situación recuerda bastante a la de ese bebé que no decide aun un idioma y goza de esa libertad fórmica tan grande. Cuando un autor todavía no ha publicado goza de una libertad de decisión con respecto a qué idioma escoger. Es una condición lingüística bastante particular.
P: Otro de los rasgos que uno encuentra en El idioma materno es cierto cuestionamiento sobre la vocación literaria. No cree que exista un momento puntual por el cual uno decida o no ser escritor, un suceso determinante que le sirva para convertirse en «ese animal extraño de escritura».
F. M.: En mi caso no lo hubo. Yo creo que todos quisiéramos, como escritores, poder indicar un momento crucial, espectacular y atractivo, pero sospecho que los factores son múltiples, quizá los más decisivos son los más intrascendentes. De hecho, eso ha sido el motor más profundo de este libro. Contestar a esa pregunta. ¿Hubo algún momento, algún instante, alguna situación determinante para que yo me convirtiera en escritor? A lo largo de estos textos, aquellos que son ensayísticos, aquellos que son cuentos, aquellos que son mezcla, intento responder. En el fondo creo que lo que les da unidad a todos ellos es precisamente esta búsqueda inconsciente, la búsqueda de ese momento que seguro no existe pero que es una especie de luz que alumbra el camino y así uno puede seguir avanzando.
P: ¿Podría explicarme cómo es eso de «sentirse leído» que cita en Las cartas comerciales?
F. M.: Esa es unas de las sensaciones más gratificantes y enigmáticas del hecho de escribir. Por eso escribí ese texto donde por primera vez sentí que se me leía. Aunque ese texto es en parte inventado, a través de esa correspondencia, descubrí esa sensación de que uno ha dejado huella con su estilo, con su forma de escribir, y que ha sido reconocido.
Por otro lado, cuando sentimos que alguien ha creído en nuestra palabra –aunque, por supuesto, sacando conclusiones muy distintas a lo que uno pretendía decir–, eso permite desentendernos de lo que escribimos, no tomarnos demasiado en serio y, finalmente, poder seguir escribiendo; porque cuando se nos da la prueba irrefutable de que los lectores son los que se han apropiado del libro, uno entonces puede quedarse más tranquilo y dedicarse a escribir otro.
P: También aborda otros temas peliagudos con cierto humor en este libro. Por ejemplo, en Al dictado menciona a un amigo que escribe pero al que sólo le importan las páginas. ¿No es ese el modelo de los grandes grupos editoriales que buscan únicamente sacar beneficios «vendiendo al peso»? ¿Qué relación tiene usted con el mundo editorial?
F. M.: Me espantan las grandes editoriales que le hacen sentir a uno que es famoso durante diez minutos y a los quince ya viene otro en sustitución; productoras en serie de novedades. Me espantan y, en una ocasión, que se me ofreció trabajar con una de ellas decidí quedarme en ese momento en Tusquets; me sentía mucho más identificado con editoriales de ese tipo. Ahora bien, todos los editores, hasta los más pequeños, no dejan de ser productores de novedades, es innegable, sobre todo, en el mercado actual. Los escritores nos resentimos de eso porque siempre estamos en desventaja frente a un editor. Un editor puede contar con 100 o 150 escritores potenciales o reales, mientras que si un escritor quiere publicar su libro quizá tenga un par o tres de opciones, de manera que tiene que andarse con cuidado.
F. M.: En este caso en concreto, luchando contra esa hegemonía casi tiránica del editor frente al escritor, yo quise publicar el libro en tres editoriales diferentes y tuve la suerte de encontrar a tres editores comprensivos de mi necesidad de editarlo simultáneamente en cuatro países de lengua española, y que aceptaron incluso colaborar entre sí para que eso fuera posible. Hablo de Sexto Piso, en México y España; Hueders, de Chile, y Gog y Magog, de Argentina. Todas ellas son editoriales chicas –bueno, Sexto Piso ya no tanto– que tienen la ventaja de luchar por el libro que publican.
P: El lector, ciertamente, no es consciente de esa «batalla» interna que debe afrontar el escritor con la editorial a la hora de publicar su libro.
F. M.: Tampoco creo que sea tan importante que se conozca.
P: Entiendo, pero creo que eso puede provocar que el lector sienta cierta empatía con el escritor, con el «oficio».
F. M.: Sí, por supuesto. Vivimos una industria editorial que cada vez es más devastadora con el propio escritor. Un libro dura de uno a dos meses en la mesa de novedades. Si en este tiempo no ha obtenido los resultados de ventas satisfactorios, cae en el olvido. Es tristísimo, considerando todo el tiempo y las entrañas que han sido invertidas.
P: Claro, vivimos una época que se basa en la inmediatez, lo fugaz.
F. M.: La propia industria editorial ha contribuido a esa crisis que al fin y al cabo padece ella en primera persona. En esa fiebre frenética de la búsqueda de la novedad yo creo que los primeros afectados son las propias editoriales, que tienen, no solo que luchar contra otros sellos, si no contra sí mismas, porque publican un libro e inmediatamente después lo mandan a la sombra por la publicación del que sigue. En ese ritmo, las editoriales no ganan, más bien sufren un deterioro rápido de su propio catálogo, que tiende a envejecer relativamente en la medida que incrementan sus títulos de manera sorprendente.
P: La verdad, hay libros que se publicaron en 2008 o 2009 y que resultan casi imposible encontrar hoy día.
F. M.: Cuando en otro momento, quizá, circularían sin la menor dificultad.
P: Para terminar, ¿puede decirme qué es eso del YO postizo?
F. M.: ¡Ah, sí! Eso aparece en Carril de acotamiento, uno de lo textos que más me sorprenden de El idioma materno, en el sentido de que no me agradó mucho vivir esa verdad. La descubrí y me parece honesto transmitirla, es decir, he conocido a muchas personas que con su talento podían haber escrito y haber escrito libros importantes, pero que según yo cometieron un error: el pecado de tomarse en serio y pedirle a la literatura que reflejara fidedignamente su ser interior o lo que ellos creían que era su ser interior. Probablemente, el error estaba en creerse poseedor de un ser interior muy claro, inamovible. Yo ahí llegué a la conclusión de que uno se hace escritor en contra de sí mismo, cuando acepta una máscara, un YO postizo, que quizá no refleje sus verdades más interiores pero que le permite escribir y decir otras verdades, que quizá luego, a la postre, son las verdaderas o las que le importaban.
P: Difícil saberlo, porque en el momento de escribir ya creas una ficción.
F. M.: No hay forma de huir de ese artificio.