No quiero hacer otra cosa. Charlando con Diana Zaforteza

'Sukkwan Island', David VannTardé en leer Sukkwan Island (Alfabia) por la sencilla razón de querer rehusar todas las excelentes críticas que cosechó en su momento. Digamos, que mi intención era no sentir que mi lectura iba a estar condicionada por esos halagos y alabanzas. Reconozco, también, que no estaba preparado mentalmente para adentrarme en el relato que David Vann había imaginado en su mente para luego noquear el lector. Hay lecturas que necesitan su tiempo, libros que deben reposar en una estantería o cualquier rincón de nuestras casas hasta el momento justo en el que somos conscientes de que su hora ya llegó.

Sukkwan Island describe una situación, a priori, de lo más normal. Un padre, divorciado, decide tomarse un año sabático para disfrutar de ese espacio-tiempo con su hijo adolescente, quien no se muestra muy conforme con tal decisión por el mero hecho de dejar a un lado sus estudios y amigos, además de abandonar a su madre y hermana, para intentar recuperar esos años perdidos y ser consciente de la existencia de una figura paterna –que no ha ejercido como tal–. Y si alguno piensa que para reconquistar esa relación padre-hijo, lo más sencillo eran unos autos de choques o ir a ver partidos de béisbol o jugar a la videoconsola, no podrían estar más equivocados, pues este padre no es un padre al uso. La gran idea del progenitor no es otra que comprar una cabaña en una isla remota de Alaska a la que únicamente se puede acceder en hidroavión. El planteamiento, según el padre, es bien sencillo: trabajar día a día para sobrevivir y, así, fortalecer un vínculo que ya no será de padre a hijo, sino de hombre a hombre. El único gran pero es que ninguno de los dos sabe muy bien qué hacer, cómo deben prepararse para el crudo invierno. Aprovisionar alimentos, construir un cobertizo para conservarlos y que los osos de la zona no logren adentrarse en él, reunir la suficiente leña seca para el sistema de calefacción, las pequeñas y no tan pequeñas exploraciones por la zona, las dilatadas tardes de aburrimiento, los juegos de cartas, la práctica de estudio del hijo… Todo supone un reto tras otro en este «infierno blanco».

A medida que uno lee la poderosa narrativa de Vann, se percata de la inseguridad del padre –llora todas las noches y su hijo no sabe qué hacer al respecto–, de la desidia del hijo. Poco a poco el autor norteamericano lleva a los personajes al extremo hasta el punto de ver al padre desesperado, presa de un desencuentro amoroso, y al hijo que teme cualquier reacción y que se ve preso en esa recóndita isla a la que nunca debió viajar. Y, de pronto, una mañana, cuando el hijo vuelve a la cabaña tras un paseo matutino, ve a su padre con un arma en la cabeza, llorando, suplicando. Esta situación hace que tu corazón dé un vuelco, pero pronto se normaliza, pues el padre es demasiado débil como para quitarse la vida. Avergonzado, baja el revólver, se lo entrega a su hijo que lo mira atónito, y se marcha. Cuando tan solo lleva unos pasos y sin mirar atrás, al fondo, se oye un disparo y aquí, justo en ese preciso instante, juro que como lector me quedé sin aliento, aparté el libro de mi vista e intenté estabilizarme.

El hijo, ese hijo adolescente cuyo padre llora por las noches y que se encuentra perdido en la vida, se pega un tiro en la sien. ¿Por qué? ¿De veras quería matarse? ¿Fue un accidente? ¿Cómo puede uno tomar la decisión de quitarse de en medio de forma tan cruel? El padre, quien por cierto está convencido que el disparo que oyó no tuvo mayores consecuencias, vuelve tras unas horas a la cabaña y encuentra el cuerpo de su hijo en el suelo, con el rostro desfigurado, y ve la sangre y restos de su hijo por los rincones del salón, y se bloquea, su mente se nubla, el terror lo invade, y no sabe gritar, no puede gritar, y luego grita, grita a pleno pulmón, y llora a lágrima viva, y camina de un lado para otro, y se acerca al cuerpo sin vida de su hijo, e intenta tocarlo, pero no se atreve, intenta recoger trozos de su hijo, y grita nuevamente, y llora. A partir de aquí, cautivo del pánico, únicamente se le ocurre meter a su hijo en un saco de dormir, cargarlo al hombro, tomar una lancha y buscar ayuda. ¿Pero, a dónde? ¿Alguien creerá su historia? Deambula por las gélidas costas sin rumbo fijo, y se pregunta, ¿su madre y su hermana pequeña me perdonarán? El padre no ha hecho más que subirse a una montaña rusa de emociones, sollozos y gimoteos, y busca comprender, pero ese proceso deviene en locura. Un padre con un hijo muerto, perdidos entre bosques húmedos e islas salvajes de Alaska; un padre que busca consuelo en su hijo muerto; un padre que necesita redimirse y no sabe cómo ni porqué.

Esta lectura no fue fácil, pero entre toda esa desesperación, David Vann logra que afloren sentimientos adormecidos, con una prosa potente, de gran impacto visual y desgarradora, pero también épica. Y es, precisamente, esa prosa potente y comprometida una de las claves por las cuales Alfabia está alcanzando cotas importantes dentro del panorama editorial nacional. Su catálogo lo dice todo, absolutamente todo. Juan Marsé, Leonard Cohen, Lou Reed, William Faulkner, George Saunders, Saul Bellow… Ahora, según me confesó su editora, Diana Zaforteza, incluirán también a otro grande, Claudio MagrisSin duda, todo un privilegio e imagino que un placer inmenso, pues reunir en un mismo sello a todos estos nombres –y otros igual de importantes, si no visiten su web– es el paradigma de cualquier editor aventurado, de cualquier buen lector, de cualquier persona que busque profundizar en todos esos rincones del alma humana. Por todo ello, hablar con Zaforteza supuso un auténtico placer, pues ella es, a mi parecer, una de esas mentes inquietas que tanta falta hacen en un país donde todo es fanfarronería, un país que parece empeñado en involucionar y volver a esos tiempos del terror.

Pregunta: La primera pregunta creo que es imprescindible, más en los tiempos que corren, donde se cree que la mayoría de nosotros somos tontos o, simplemente, seres apáticos que no se interesan por nadie ni nada. Existen lectores concienzudos y exigentes. Puede que su número no sea el que más agrade a aquellos que creen en la necesidad de enriquecer el intelecto, pero son suficientes. Por tanto, afirmar que se debe mimar al lector, no es ningún disparate, ¿cierto?

Respuesta: Es importantísimo. En España calculo que hay unos 5.000 o 6.000 lectores sesudos, que son pocos, pero leen, leen bien y quieren libros buenos. En este sentido, durante citas como la Feria del Libro de Madrid o Sant Jordi en Barcelona, poder recomendar a todo aquel que se interese por Alfabia uno de nuestros títulos sabiendo que van a disfrutar y aprender es un orgullo. Uno de nuestros objetivos es hacer que nuestros libros hagan reflexionar a la gente, más en los tiempos que vivimos. Por tal motivo, a aquellas personas a las que recomiendo alguna obra del catálogo siempre les digo: «lléveselo y luego escríbame, dígame qué le ha parecido; y si no le ha gustado, se lo cambiamos por otro o le devolvemos el dinero». De momento, nunca nos han devuelto ninguno.

P: Y si no acuden a vosotros directamente…

R: Entonces hacen falta los «libreros de recomendación». Si queremos conseguir que un libro, como puedan ser Doctor Glas o Sukkwan Island, llegue a ser recomendado por el librero, necesitamos hacen entender al librero que tienen ante sí libros de calidad, accesibles para el lector y que el lector estará contento y que esta editorial le puede nutrir de esa clase de lecturas. Las librerías necesitan saber que pueden recomendar a los lectores un libro que va a gustar, que va a hacerles pensar y que volverán pidiendo más. Es ahí cuando se produce una alianza perfecta entre el tipo de editorial que es Alfabia y el tipo de librería que es La Central, Pequod Llibres o Tipos Infames, que necesitan este tipo de lecturas.

P: Algunas de esas lecturas, nada fáciles a priori.

R: Reconozco que hay libros más complicados en apariencia y que he querido publicar, como las Cartas de Saul Bellow, que realmente es la biografía de Saul Bellow. Es una obra que cuesta más pero que sé, como editora que toma conciencia, que debía estar editado sí o sí, al igual que la primera novela de William Faulkner, Mosquitos, con la que no obtuve ningún éxito de venta.

Diana Zaforteza junto a Lou Reed

P: Por tanto, siendo conscientes de que los lectores no son unos necios, ¿cuándo y cómo saber qué “mirada” es la atractiva o correcta para publicar?

R: Mi labor como editora es tener siempre primeras figuras y nuevos talentos que vayan a perdurar en el tiempo. No me gusta nada la literatura efímera. Yo quiero que las bibliotecas tengas mis libros, que conformen su fondo. Si veo un clásico indispensable que no ha sido editado en castellano es mi obligación publicarlo. Yo quiero eso. Si publico a un cantante quiero que sea Lou Reed, quiero que sea Leonard Cohen, gente de peso y que tengan tras de sí un amplio bagaje intelectual. Y en el apartado de «jóvenes», tenemos autores como Daniel Gascón, que tradujo a Faulkner y Bellow, ha leído mucho, respeta las generaciones de escritores, tiene en cuenta cualquier sugerencia… Todo eso le ha formado como escritor de futuro. Víctor Balcells también es muy respetuoso con la escritura, consciente de que está empezando. Nosotros apostamos por eso, más que por las modas pasajeras.

P: Ahora que hablas de Daniel Gascón y Víctor Balcells. ¿Qué relación mantiene Alfabia con sus autores, traductores y todo aquel que esté implicado en el proceso de edición y publicación?

R: Somos una familia, aunque me he llevado algún desengaño por la marcha de alguno de nuestros autores a otra editorial, más cuando ha estado en tu casa y ha conocido a tu familia y amigos. Pero bueno, con el tiempo he aprendido que así es la vida. Aun con todo, reconozco que no sé separar lo profesional de lo personal. Sé que es un error, pero soy así. De todos modos, creo que ese ambiente familiar lo agradece tanto el autor como el traductor.

P: Esos «desengaños» que mencionas aunque duelan en su momento también son claro indicador de que tenéis un muy buen ojo. Daniel Gascón y David Vann, ambos en el sello Mondadori o Penguin Random House, son autores ya reconocidos, eso nadie lo duda. Sin embargo, lejos de cualquier lamento, contáis ahora con una figura literaria extraordinaria. Hablamos de George Saunders.

George Saunders. Fotografía de Tim Knox

R: Lo de Saunders es un milagro. Llevaba tiempo siguiéndolo y la historia es bastante singular. Me casé en septiembre del 2012 y de luna de miel nos fuimos a Nueva  York este pasado mes de enero. Justo entonces The New York Times destacaba que 10 de diciembre iba a ser el mejor libro que podías leer este año. Era un auténtico boom, todas las librerías vendiéndolo, a tope. Sin pensarlo dos veces, me planté en la agencia de Saunders y me dije: «no me voy de aquí hasta que firme con nosotros». Tenía múltiples ofertas de numerosas editoriales y nosotros no podíamos ofrecerle mucho dinero, porque no lo tenemos. No obstante, le comenté que podíamos llegar a un acuerdo y Saunders, muy amablemente, entendió que a cambio de no darle un anticipo muy fuerte, le publicaríamos toda su obra y crearíamos una Biblioteca Saunders. Así, el hecho de ver toda su obra publicada en español a lo largo de los años por una misma editorial fue determinante.

P: Hace ya demasiado tiempo que se viene profetizando el fin de la novela, del libro en papel, de la propia literatura… Sin embargo, resisten, son luchadores natos. Quizá sea uno de los mercados o negocios de mayor creatividad para sortear cualquier obstáculo. En este sentido, ¿cómo afronta Alfabia todos esos cambios?

R: Vamos día a día, sorteando cualquier escollo, pero con toda la ilusión del mundo. Hay momentos en el que nos desvanecemos un poco y nos preguntamos para qué sirve ese esfuerzo. Acto seguido comprobamos el catálogo realizado y vemos que todo ha valido y vale la pena. Estoy muy orgullosa de él, es lo que te anima a seguir. Por otra parte, hay que tener en cuenta que todos hacemos de todo y también que estamos exportando bastante; de hecho, hemos alcanzado un acuerdo con dos editoriales en Latinoamérica –una colombiana y otra chilena– para coeditar los libros de Saunders y asegurarnos un pie allí. En este sentido, buscamos complicidad.

Si de algo me puedo quejar en este periodo de crisis en España es, precisamente, de la falta de solidaridad dentro del sector, lo cual es absurdo, porque si somos 20 o 25 editoriales las que estamos en un mismo barco debemos tener en cuenta que el hecho de que un libro de William Faulkner como Mosquitos llegue a una librería es un auténtico milagro. Pero en vez de eso, cada uno parece mirar hacia otro lado, siendo este un micromundo. Teniendo eso en cuenta, he de decir que la prensa nos trata muy bien, valoran lo que hacemos. Nos prestan la misma atención que a los grandes grupos editoriales.

P: Esa «ayuda» de la prensa es perfectamente lícita si uno detiene la mirada en vuestro catálogo.

R: Como te decía, no tengo ninguna queja en ese aspecto.

P: Puede que esa no deba ser su función, pero las editoriales, en mi opinión, deben jugar un papel importante en el ámbito cultural de la sociedad. No son meros juglares que sirven para entretener al personal con las historias que publican. Son responsables, en cierta forma, de generar debate, crear conciencia y alimentar inquietudes. ¿Sois conscientes de este hecho?

R: Lo que pretendemos es generar debate y crear conciencia. Creo que es nuestro deber.

P: ¿Es demasiada presión?

R: No, lo llevamos bien. Digamos que el lector es cómplice nuestro, espera de nosotros cierta calidad y nosotros esperamos esa predisposición.

P: ¿Cuándo se fundó Alfabia, creíste llegar al punto en el que ahora se encuentra la editorial? ¿Eras consciente de que esa idea iba a resultar ser una exquisita criatura?

R: Yo venía de Alpha Decay. Aprendí allí junto a Enric Cucurella y de Carmen Balcells. Si te soy sincera, son tantas las historias y todo lo vivido en estos cuatro años –que a veces parecen 25– que no puedo resumir esas sensaciones. Cada libro encierra en sí mismo una historia, es una aventura. Yo no sabía lo que sería Alfabia, pero puedo decir que es lo que soy. No ha sido ni es nada fácil, porque vivimos en una sociedad que encuentra al editor como un bicho raro, o peor aún, que cree que esto es un hobby. Yo lo único que sé es que no quiero hacer otra cosa.

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