Un sueño trasladado al papel. Una metáfora sobre la propia condición humana. Un relato donde se demuestra el poder del juego narrativo de imaginación desbordante, repleto de moralejas. El niño que robó el caballo de Atila, de Iván Repila, es una lectura cargada de símbolos, literatura sorprendente.
Son muchos los que podían pensar que tras el éxito de su primera novela Una comedia canalla, ese relato hilarante impregnado en sustancias psicotrópicas y mucho ron, Repila repetiría fórmula en su segunda aventura novelesca con Libros del Silencio. Sin embargo, el bilbaíno ha noqueado a la gran mayoría pasando de la locura y transgresión a la angustia y delirio de dos hermanos –el Grande y el Pequeño– que caen en un pozo y deben, simple y llanamente, sobrevivir sin perder la cordura.
Con gran crudeza pero con estilo, este narrador inquieto sabe lo que hace sobre el papel, sin dejarse de rodeos. Mira, apunta y dispara para plantearnos mil y una preguntas sobre quiénes somos y porqué actuamos como actuamos. Sin ir más lejos, esa extraña pareja que siempre han conformado y conformarán por los siglos de los siglos el amor y el odio se representa en El niño que robó el caballo de Atila con gran virtud. Esos dos hermanos que viven una situación extrema desnudan su alma, permitiendo aflorar los miedos, sueños y miserias, la rabia y la inocencia.
Así, página tras página, el lector queda atrapado por esta particular alegoría que su autor ha sabido tejer con manos expertas. Quizá me equivoque, pero el nombre y apellidos de Iván Repila seguro que continuarán sorprendiendo a propios y extraños por ese afán suyo de ofrecernos todo cuanto hay en su interior.
¡He tenido que escribir OTRA NOVELA para que me hagas caso! ¡Eres cruel! Palabras–en tono irónico, por supuesto– del propio Iván Repila durante ese proceso de intercambio de correos electrónicos que han hecho posible esta entrevista. Ciertamente, pese no haber podido realizar un encuentro face to face con él, era cuestión de tiempo el hecho de que se convirtiera en una de las «víctimas iletradas» de este pequeño rincón. En realidad, era casi obligatorio ahondar un poco más en la figura de este narrador que describe la cara y cruz de la vida. Sinceramente, su última obra es una lectura que te mantiene alerta, preocupado, que deja poso.
Pregunta. En una entrevista, tras la publicación de Una comedia canalla, dijiste que «mi gran golpe sería que esta novela me permitiera seguir publicando». ¡Lo has conseguido, y sin ser de Brooklyn!
Iván Repila: ¡Recuerda que Bilbao también empieza por B! En aquella entrevista el redactor se hacía eco del comienzo de Una comedia canalla, cuando los protagonistas roban el dinero de sus respectivos trabajos para pegarse la gran vida. Yo no aspiraba a tanto: el mundo editorial está pasando un momento extraño, lleno de altibajos, y publicar, me parece, se ha convertido en una carrera continua, en la que no cabe relajarse. Por una parte, los escritores tendremos que esforzarnos siempre al máximo, porque tener un par de novelas en las librerías ya no te asegura nada; por otra, y como en todo, la suerte (es decir, que tu libro interese en un momento determinado, que la editorial sea receptiva, que las cuentas permitan publicarlo) es un factor importante que interviene en el proceso, frente al que poco podemos hacer salvo tener confianza. Si me hicieran la misma pregunta, posiblemente respondería de igual manera: ojalá esta novela me permita publicar la tercera. Por mi parte, haré todo lo que sea posible.
P: El niño que robó el caballo de Atila no tiene nada que ver con tu primer libro. ¿Sin ataduras? ¿Miedo a ser encasillado? ¿O persona inquieta siempre en busca de nuevos retos?
I. R.: Desde luego que, en lo que a creación se refiere, sin ataduras. ¡Cómo podría ser de otro modo! Pero esta novela no responde a eso, ni tampoco al miedo a encasillarme: las personas somos complejas, tenemos inquietudes y deseos de muy distinta índole, y los escritores no son impermeables. Yo puedo tomarme en serio y reírme de mí mismo con igual facilidad; tengo días divertidos, semanas airadas e incluso meses a solas con mis pensamientos. De ahí que conciba la escritura como un espacio en el que todo es posible, dependiendo de lo que quiera decir y lo que quiera contar.
P: La pregunta es impepinable. ¿De qué oscuro rincón de tu mente surge la trama de esos dos hermanos abandonados en un pozo? ¿Cómo pasas de la locura y transgresión a toda esa angustia y delirio?
I. R.: El origen del relato es un sueño, en verdad. A menudo recuerdo mis sueños, no todos los días pero sí todas las semanas, y habitualmente me quedo con las imágenes, las acciones, los acontecimientos. Tanto es así que desde hace años dejo un pequeño cuaderno y un par de bolígrafos en mi mesilla de noche, para apuntar, si procede, la idea principal de mis pesadillas. Tengo páginas y páginas, algunas de ellas indescifrables. Estos apuntes me ayudan a mirarme desde una perspectiva muy libre, imaginativa y hasta cruel. La historia de dos personas atrapadas en un pozo y la resolución que toma, en la novela, el hermano Grande vino así; luego empecé a interrogarme por las causas de ese sueño y desarrollé la trama, atendiendo sobre todo a sensaciones y reflexiones muy personales: sobre mí, sobre mi relación con algunas personas, sobre mi «postura» en el mundo contemporáneo.
P: Obviamente, cada uno puede tener su interpretación, pero en ciertos momentos la lectura de El niño que robó el caballo de Atila recuerda un poco a Las ciudades invisibles de Italo Calvino por su juego narrativo de imaginación desbordante, repleto de moralejas, y su simbología. ¿Alguna observación por tu parte?
I. R.: He leído a Calvino con mucho interés siempre, ciertamente, pero no creo que El niño… tenga ninguna influencia de Las ciudades invisibles. Comparto, desde luego, que mi novela contiene una fuerte carga simbólica, que abarca desde el existencialismo hasta la literatura política, y que existe en ella un imaginario no sé si desbordante, pero sí muy trabajado. Quise potenciar la metáfora para activar, precisamente, la «imaginación», y así proponer una lectura en la que la verosimilitud tuviese menos peso que el símbolo, de manera que la expresión de lo subjetivo se alzara sobre la impresión de la realidad. Como cuando un poema o un verso te causan un chispazo, pero ampliado a lo largo de una narración más extensa que se va encendiendo.
P: «Hoy puede ser la víspera de mí mismo». No quisiera sacarte los colores, pero esta frase es impresionante, inspiradora. ¿Tienes una metodología de trabajo establecida, con un horario fijo? ¿O escribes en servilletas de papel un sinfín de ideas a cualquier hora del día?
I. R.: No me sacas los colores, y celebro que destaques esa frase, porque no es mía, o al menos no del todo. Es una modificación de la dedicatoria que me escribió a mano Sergio Oiarzabal en uno de sus poemas. Sergio, a quien dedico, por cierto, la novela, fue un grandísimo poeta y también amigo, que falleció en 2010 a los 36 años. Tuve la suerte de compartir con él muchos momentos de mi vida y de publicarle, con mi pequeña aventura editorial Masmédula Ediciones, dos libros asombrosos, brillantes, inolvidables: Delicatessen underground (Bilbao Ametsak) y Traductor de sueños por Babilonia. De él, y de otros autores a los que admiro, desde Vallejo hasta Camus, hay repartidos por el texto pequeños guiños, referencias sutiles. En el caso de la frase que citas, queda para mi ámbito privado la dedicatoria original, pero quise trasladar al libro una parte de su espíritu: hay mucho de Sergio Oiarzabal en el personaje del Pequeño.
En cuanto a la «metodología», si bien es fácil verme apuntando ideas en un pequeño cuaderno en cualquier momento o lugar, soy muy riguroso con mis hábitos de escritura. Intento dedicarle varias horas al día, por la mañana o por la noche, dependiendo de cómo esté mi situación laboral, arrancándole horas al sueño. No me importan excesivamente el ruido, la compañía ni las interferencias, porque me concentro con facilidad. Aunque sí que necesito sentirme despierto, con la mente limpia: mucha gente creyó, cuando publiqué la Comedia canalla, que la había escrito totalmente drogado, y nada más lejos de la realidad. Lo más que me permito son tazas de café, a discreción, sin límite, barra libre.
P: Es muy difícil responder a esto pero, a razón de tus dos novelas, tan diferenciadas, ¿qué supone para ti el acto de escribir? ¿Es un ejercicio de introspección para exorcizar tus miedos? ¿Puro divertimento?
I. R.: Introspección sí, exorcismo no. Creo que me falta recorrido para responder a esta pregunta. El teatro es la forma de arte que más me toca; cuando una función plantea una serie de preguntas y yo salgo de ella afectado, tratando de responderlas, siento que la compañía ha «rascado» exactamente donde debía. Quizá escribo un poco en ese sentido: para plantearme preguntas que luego tendré que responder.
P: Cuando ves que la crítica, las redes sociales y el boca-oreja recomiendan encarecidamente leer El niño que robó el caballo de Atila y coinciden al decir que «te has doctorado», ¿cuántas sonrisas esbozas al cabo del día? ¿Esperabas todo esto?
I. R.: Cierto que ha habido críticas buenas, pero también otras más tibias. Alguna, incluso, me ha disgustado. Quiero decir con esto que no estoy más allá del bien y del mal; que los comentarios buenos me alegran, y los malos no. Trato de atender siempre a los razonamientos del lector, pero siempre de forma prudente: no dejarme llevar ni por los elogios ni por las críticas feroces, mantenerme en un punto intermedio, intentar hacerlo siempre mejor. Si lo esperaba o no: el mundo editorial es un misterio, nunca sabes lo que puede pasar. Aunque la fe que tenía Gonzalo Canedo en este libro me animó siempre, y mucho.
P: Aunque muchos no lo confiesen abiertamente, el escritor suele mostrarse modesto ante su producción literaria, le resta importancia. ¿La confianza que Libros del Silencio ha depositado en tu obra te ha pesado en algún momento? Dicho de otro modo, ¿crees estar a la altura de las expectativas, más con el éxito que estás alcanzando con esta segunda novela?
I. R.: Publicar con Libros del Silencio fue un regalo que no podré agradecer nunca lo suficiente, por la confianza que depositaron en mí, el interés con que trabajaron en mis libros y el respeto con que me trataron, especialmente Gonzalo. Dicho esto, creo que esa pregunta deberían responderla desde la editorial, que fueron quienes marcaron sus propias expectativas para conmigo.
P: Entre tus referentes indiscutibles, ¿cuáles destacarías y por qué?
I. R.: Soy más de obras concretas que de autores, excepto en los casos de Albert Camus, Juan Larrea y el mencionado Sergio Oiarzabal, de quienes podría destacar todos sus libros. Los heraldos negros, 1984, Masa y poder, el teatro de Lorca y de Valle, La metamorfosis, Los desposeídos, Si esto es un hombre, Ensayo sobre la ceguera, Si una noche de invierno un viajero, Pedro Páramo, A puerta cerrada, El libro del desasosiego, muchos textos de Pizarnik, de Alberti, de Cioran… Esto no tiene fin. ¿Las razones? Para cada uno de ellos son distintas, numerosas.
P: Ser escritor y disfrutar con ello, vivir con ello y de ello, ¿es posible hoy día?
I. R.: Disfrutar con ello, sí. Vivir con ello, también. ¿Vivir de ello? No sé siquiera si alguien lo hace de verdad, hoy, en España. Tampoco creo que sea necesario para seguir escribiendo.
P: A pesar de que algunos insisten una y otra vez en la muerte lenta de la literatura, el libro en papel y el mundo editorial, se publica más que nunca. ¿Todavía hay un halo de esperanza para los soñadores?
I. R.: Si quedara un solo hombre o una sola mujer sobre la Tierra, seguiría soñando. No tengo ninguna duda. Si quedaran dos, el primero le contaría el sueño al segundo.
¡Buenas respuestas para buenas preguntas!
He disfrutado mucho con la entrevista ¡Grande Repila¡ ¡Grande Iletrado!