Ilustración de Sergi Cambrils
«Hay algo mágico: yo continúo comprando libros. No puedo leerlos, pero la presencia de los libros me ayuda… esa gravitación silenciosa, sentir que están ahí». Jorge Luis Borges es el autor de estas palabras que siento mías. No sé si se podría tildar esta especie de bibliofilia como una simple patología, una anomalía en el transcurso del devenir de un ser humano sencillo, en aras de satisfacer sus pretensiones culturales. El amor que siento por esos guardianes de la palabra, transmisores del pensamiento, creadores de realidades y plataformas de la reflexión es tal, que creo perderme en un mar de sensaciones inalcanzables.
Hasta la fecha, no he leído ni una cuarta parte de los libros que poseo –sí, que poseo, pues para mí son un bien preciado y soy receloso en ese aspecto–. Este hecho me atormenta y alegra al mismo tiempo. Por un lado, creo que nunca seré capaz de evadirme de esa realidad paradójica que nos rodea, y no por falta de ganas, más bien por el inexorable paso del tiempo, aquel que se esfuma ante nuestra mirada inocente. Disponer a tu antojo del tiempo es un deseo ferviente que pocos privilegiados disfrutan. A pesar de todo, si dejamos a un lado esa autocompasión, ese miedo que procede de la caprichosa «falta de tiempo», tendremos la suerte de comprobar nuestra dicha: la cantidad de historias que aún nos quedan por descubrir. En mi caso, intento por todos los medios pensar en esta segunda cuestión. Al ver la retahíla de manuscritos que crecen en cada rincón del hogar –porque crecen a mi alrededor, ¡lo juro!–, pienso en la suerte que tengo, en esos buenos ratos que aún me esperan. Llámenlo gracia divina o conformismo, pero siendo honestos, y haciendo un análisis concienzudo sobre aquellas cosas que realmente valen la pena salvar de este complejo devenir por el que merodeamos –la vida en sí–, me doy cuenta de que la literatura es imprescindible, de que sin ella el ser humano no tendría un sentido coherente. Como siempre, podré equivocarme. No obstante, sé que sin las letras yo no sería quien soy ahora.
Todos esos morfemas y fonemas, sintaxis y oraciones, verbos y adverbios, sustantivos y adjetivos, ¡acentos!, forman parte de mi ‘YO’. Cada día me acompañan cuando mi cerebro los reclama para expresarme –mejor o peor, cada cual es libre de pensar en la calidad de mis tonterías–. No sé cuántas palabras leeré y escribiré al día; pocas no, eso seguro. Además, entre mis gurús más queridos se encuentran aquellos literatos ágiles de pensamiento, críticos de la crítica, seres preocupados por el pasado, presente y futuro de la condición humana. El poder de la palabra, como dicen muchos sabios, es inmenso y me alegra formar parte de esa guardia pretoriana cada día que pasa. Ahora muchos pensarán aquello de que «las palabras se las lleva el viento», que toda escritura perece sin nosotros darnos cuenta. Estas mismas líneas que escribo ahora, ¿permanecerán? Ni lo sé ni creo que me importe mucho por el momento. Las palabras de las que hago uso en esta reflexión son un mero proceso para exorcizar ciertos pensamientos que abarrotan mi materia gris.
Todos sentimos la necesidad de legar algo una vez abandonamos la vida. Existen personas que se aferran a la reproducción de la especie, otras persiguen metas diversas en los campos del saber científico e intelectual, otros practican deporte. En mi caso, me refugio en el saber para trasladar parte de mis inquietudes a aquellas personas que quieran interesarse por ellas. Intento ayudar.Y sí, ni soy buen escritor, ni dispongo de la envidiable imaginación de muchos de vosotros. Aún queda mucho trabajo por hacer. Saber esto me da energía para seguir evolucionando. Soy honesto y no creo que mis cavilaciones cambien el pensamiento social y cultural existente. Aún con todo, me agrada la idea de que alguien piense como Borges y diga que «le ayudo al sentir que estoy ahí». Una razón que sirve para alimentar mi ego, ciertamente. Sin embargo, ese «yoyoísmo» que todos ponemos en práctica en ocasiones, es necesario para saber que nuestra presencia en el universo tiene algún valor, un sentido aparente.
Puede que esa «extraña pareja» conformada por los libros y mi propia persona sea parte fundamental para lograr ese intrincado objetivo. Soy lo que escribo y escribo lo que soy. No puedo evitarlo, ni quiero. Ese razonamiento viene fortalecido al saber cuántas maravillas de la literatura me quedan por explorar a lo largo de esa delgada línea que todos hemos dibujado alguna vez en nuestras mentes. Y es que, algo que creo fundamental para no convertirnos en simples seres autómatas, es saber discernir lo que importa y lo que no. En este sentido, la lectura es vital para un servidor amante del café, del jazz, de la vida sosegada y de las dulces sonrisas. ¿Rarito? Probablemente, ¡qué le voy a hacer!
Y no quisiera terminar este despropósito de puntos y comas sin decir que ya ha pasado un año desde que pusiera en marcha este rincón iletrado y cuerdo. «Vamos de a poquito», como dicen por ahí, con paso firme y esperemos que buena letra. En el 2013 habrán más entrevistas, más elucubraciones y supongo que algún que otro auxilio letrado. Está siendo una gran aventura, un salvoconducto para evitar caer en la desidia. Gracias a todos los que alguna vez se equivocaran al clicar en el link de la página y a aquellas personas que fueron engañadas vilmente para visitarla. Es un honor y un placer. Y ya saben: lean mucho.
Claro, lean mucho, el mejor medicamento para la tristeza es una buena historia
Y los que no tengan tiempo de leer mucho, que, al menos, lean bien.