«La labor del humanista no consiste sin más en ocupar un lugar o un cargo, ni tampoco en pertenecer solo a un lugar, sino más bien en ser al mismo tiempo miembro de la comunidad y forastero entre el flujo de ideas y valores que están en tela de juicio en nuestra sociedad, en la sociedad de algún otro o en la sociedad del Otro«
Edward W. Said
C. P. Snow hablaba de dos culturas: las ciencias físicas y las humanidades. En esta particular elucubración me ocuparé de la segunda de ellas e intentaré enlazar el Humanismo –con ‘H’ mayúscula– con una de sus funciones básicas, la crítica. A ver si sale algo medianamente cuerdo de toda esta perorata.
Edward W. Said en su obra, Humanismo y Crítica Democrática. La responsabilidad pública de escritores e intelectuales (Debate), hace una valiosísima reflexión sobre el papel que ofrecen las Humanidades, a las que dedicó plenamente su vida como profesor en la Universidad de Columbia. Igual que Said, muchos han sido los pensadores, académicos y filósofos que nos han ofrecido sus reflexiones sobre el «papel de los intelectuales». En 1936, Karl Mannheim publicaba su Ideología Utopía, en la que podemos encontrar su reflexión sobre los intelectuales «colgando del vacío» (freischwebende intelligenz). A los pocos años Floran Znamiecki, Joseph Schumpeter y José Ortega y Gasset harían lo propio, al igual que Julien Benda, Alfred Weber y Max Weber con sus Le Traisan des el ves y Wissenschaft als Beruf. El italiano Antonio Gramsci escribió que “todos los hombres son intelectuales” (tutti gli uomini sono intellectualli), aunque muchos no desempeñaran la función de intelectuales. Lo que Said afirma y refleja perfectamente Akeel Bilgrami, a mi ententer, es que, a menos que complementemos el autoconocimiento con la autocrítica o, mejor dicho, hasta que no comprendamos que el verdadero autoconocimiento está hecho de autocrítica, el Humanismo y sus manifestaciones disciplinares (“las Humanidades”) no presidirán el horizonte. La función crítica es tan necesaria hoy como antes, e incluso llegaría a pensar que cada vez es mayor el nivel de necesidad.
Escribir párrafos y párrafos sobre el recorrido histórico del Humanismo puede resultar correoso e incluso pedante, es por ello que mi propuesta es la de reconsiderar, reexaminar y reformular la relevancia del Humanismo hoy, en el siglo XXI, en el nuevo milenio. Soy consciente de la actual situación que viven las Humanidades en el sistema educativo y social a nivel nacional, europeo y mundial. Las Humanidades han perdido prestigio y preponderancia en la universidad. Como comentaba Masao Miyoshi en una serie de ensayos, la universidad estadounidense –y esto también es válido para los centros europeos– de finales del siglo XX ha quedado sumida en las prácticas empresariales y hasta cierto punto ha sido anexionada por los intereses militares, médicos, biotecnológicos o empresariales, que se muestran mucho más proclives a financiar proyectos en el ámbito de las ciencias naturales que en el de las Humanidades. Añadía también el estudioso japonés que las Humanidades han quedado encerradas en la irrelevancia y en cierta minuciosidad pseudomedieval, lo cual resulta bastante irónico si se tiene en cuenta que se han puesto de moda nuevos y relevantes campos de estudio. Comparar o incluso confundir a los humanistas de hoy con los teólogos eruditos de los siglos XVI, XVII y XVIII, es un gran problema. Quizá por eso me interesara un artículo que Remei Margarit publicó en el periódico la Vanguardia en el que decía que «Las Humanidades enseñan precisamente a pensar«; yo por esto entiendo que las Humanidades enseñan a pensar situaciones y acciones del presente, pasado y también futuro. Es por ello que no comprendo el porqué de esa confusión. El Humanismo actual sirve para criticar y reflexionar sobre todo lo humano allá donde se encuentre y por remota que sea la distancia en donde se encuentre.
Los humanistas –o los que gustan de tildarse como tales– persiguen el anhelo de la famosa sentencia «Nada humano me es ajeno». Ese debería ser nuestro ideal. A lo largo de la historia, el Humanismo a través de todas sus disciplinas ha considerado este hecho. De todas formas, como buen crítico, Said critica al propio Humanismo en nombre del Humanismo. Criticar pues, se convierte en algo necesario para poder seguir las corrientes regentes de cada época. Si no fuera así cometería el error del acomodamiento y la creencia de que todo aquello cuanto diga o haga es válido, y como ya demostrara Heráclito, «nada permanece». Movimientos antihumanistas como el Estructuralismo de Lévi-Strauss o el mismo Michel Foucault, refuerzan –al menos para mí– la utilidad del propio Humanismo. Foucault, siguiendo la idea nietzscheneana del «eterno-retorno«, habla de que el modo de reflexionar de la gente, el modo de escribir, de juzgar, en definitiva toda su conducta, estaba regida por una estructura teórica que –supuestamente– cambia con los tiempos y sociedades, pero que está presente en todos los tiempos y sociedades. Por tanto, los descubrimientos de Lévi-Strauss, de Lacan, de Dumezil… –y el propio Foucault– borran no sólo la imagen tradicional que se tenía del ser humano, sino que, a mi juicio, tienden todas a convertir en inútil, para la investigación y para el pensamiento, la idea misma del ser humano. Foucault habla de «desembarazarse» del Humanismo, y sin querer, él mismo hace Humanismo, criticando.
Quizás, una de las características más importantes, pero también la más atacada por aquellos que no entienden o eluden el entendimiento a toda costa, sea la gran cantidad de disciplinas que abarca el Humanismo. Los humanistas se han convertido en personas versátiles y polivalentes, cuyo rendimiento académico, desde hace algunos años, se ha visto menospreciado. Por desgracia para mí –no sé que opinará el resto– la búsqueda incansable de la especificidad ha conspirado de forma notable contra las Humanidades. Muchos/as académicos/as actuales han luchado contra esa incesante búsqueda de «especializaciones». Por poner un ejemplo –de las decenas que podría mostrar–, Luis Racionero, en un artículo de opinión que tituló Eliminar las Humanidades –en sentido irónico, claro está– decía: «En esta época de especialización –que es saber cómo se hace una cosa– se necesitan generalistas (término que no me convence en absoluto) –que son los que deberían saber para qué se hacen–«. Y digo que el término generalista no me convence porque veo en él una forma de caricaturizar y esteriotipar, bastante burda, una definición de qué es un humanista.
Immanuel Kant decía que «cuanto más hayas pensado, cuanto más hayas hecho, tanto más largamente habrás vivido (incluso en tu propia imaginación)«. Es exactamente lo que queremos o deberíamos querer lograr: pensar por nosotros mismos. El Humanismo quiere ser partícipe de la toma de decisiones que conciernen a nuestra sociedad, y lo hace apostando por la diversidad crítica como punto de encuentro en el que convergen las lenguas, culturas e identidades de la Europa del siglo XXI.
Sabemos perfectamente que hoy día vivimos en un mundo que cuenta cada vez con mayor potencial tecnológico, económico y comercial. Ignacio Ramonet, en su artículo Globalización, Cultura y Democracia, ya nos avisaba de que tanto en el Norte como en el Sur viene la apisonadora de la comunicación, de la mercantilización y de la tecnología. Ramonet es un férreo crítico de la idea que algunos adoptan, de ver a la globalización como elemento esperanzador-unificador del mundo conocido. Como él, son muchos los académicos y autores independientes que ven peligros a corto, medio y largo plazo, mediante el estudio, la reflexión y posterior crítica. El caso es que no deberíamos plantearnos este tipo de cuestiones si el mundo fuera todo lo bien que se cabe esperar. Preguntarse si la política ha quedado sometida por la economía, o dicho de otro modo, si la política de un país queda relegada a un segundo plano por el interés económico de una multinacional, es motivo suficiente de replantear múltiples cuestiones del orden mundial. Y claro está, el Estado del Bienestar que creamos está en peligro si continúan las cosas como hasta el momento, y aunque caminamos, tal y como diría Domingo García Marzá, «entre el desencanto y la utopía, no debemos caer en la tentación de pedir más mercado y menos estado«. Los valores e intereses económicos son importantes, no voy a negarlo, pues el mundo se rige por ellos, pero según mi visión del mismo, no son los más importantes. Aquí situaríamos al Humanismo y a sus «profesionales del saber», como bien definió Paul Oskar Kristeller.
Las Humanidades desarrollan el espíritu humano, característico de una persona culta –nivel que puede alcanzar cualquiera–; adiestran la inteligencia, disciplinan la voluntad, inspiran el amor a la belleza y el respeto hacia uno mismo y hacia los demás. Muchos de nosotros hemos olvidado este hecho. Como ejemplo de este olvido, incluiré dos fragmentos de un artículo escrito por Edward W. Said para Le Monde Diplomatique titulado El Humanismo último bastión contra la barbarie
«Por Humanismo, entiendo en primer lugar la voluntad que empujaba a William Blake a romper las cadenas de nuestro espíritu, con el fin de utilizarlo para una reflexión histórica y razonada. El Humanismo es también alimentado por un sentimiento de comunidad con otros investigadores, otras sociedades y otras épocas : no existe el humanismo al margen del mundo. Cada campo está vinculado con todos los demás, y nada de lo que sucede en el mundo podría puro y aislado de toda influencia exterior. Debemos hablar de injusticia y de sufrimiento, pero en un contexto ampliamente inscripto en la historia, la cultura y la realidad socioeconómica. Nuestro papel consiste en ampliar el campo del debate«.
«Finalmente, y sobre todo, el Humanismo es nuestro único, e incluso diría nuestro último bastión contra las prácticas inhumanas y las injusticias que desfiguran la historia de la humanidad«.
Como vemos, Said habla de barbarie, injusticia, sufrimiento, inhumano, etcétera. Frente a esto sitúa al Humanismo como respuesta a esta «ceguera moral» que invade a nuestras sociedades. Parece ser que el mundo se ha visto envuelto por una pasión –inventada y/o creada– de la desigualdad, provocando así formas de humillación que conllevan al odio. Recuerdo ahora una conferencia de Santiago López Petit titulada La precariedad como forma de humillación, donde hablaba del odio como único camino. El «odio libre» que te vacía de identidad y de miedo, el odio hacia tu propia vida para poder cambiar. López Petit introduce otro concepto interesante como el de «Politización de la existencia», que pasa por hacer de la vida de cada uno vivir un desafío, y el punto de partida para esto es el odio. Sin embargo, por más que crea interesantes sus aportaciones, no las comparto, ya que este tipo de planteamientos conllevan automáticamente a malas interpretaciones y reacciones nada deseables. El Humanismo en su estado puro, como crítico, advierte de la problemática que sugieren ciertos comentarios. El camino a seguir no puede ser el odio, porque puede desembocar en crisis bélicas –como las que hoy día tienen lugar– continuadas. Además, López Petit me recuerda un poco a Samuel P. Huntington y su Choque de Civilizaciones, cosa que me merece todo el respeto del mundo, pero no me agrada. Huntington promulgaba en su best-seller que «sabemos quiénes somos cuando sabemos quienes no somos, y con frecuencia sólo cuando sabemos contra quiénes estamos«. Yo esto no me lo creo, es más me niego a creerlo. Los humanistas quieren poner en práctica la fuerza de la palabra y la comprensión, la democracia y la libertad, la tolerancia y la razón. Sentimos la necesidad imperiosa de fomentar todo esto, y lo que es más importante para mí, de fomentar la educación.
¿Y cómo encarnar hoy la crítica respecto a la educación? La conciencia siempre ha sido la clave, su transformación; pero esto hoy día ya no sucede. La clave está en la insistencia y en la creencia de que todavía podemos desplegar nuestra humanidad e inteligencia. A mi modo de ver –todavía inmaduro– la pedagogía debe ser entendida como acción política liberadora/emancipatoria. Me explicaré. Tengo la sensación de que si eliminamos esa sensación de «ceguera moral» que comentaba antes, podemos alcanzar una disposición válida desde la que partir para concienciar a la sociedad del posible rumbo que tomarían nuestros jóvenes, si no conseguimos despertarles del «coma» que supone el consumismo desorbitado. Y esto no lo digo solamente yo –aunque lo piense abiertamente–, pero según pude apreciar en un editorial de un diario nacional de hace ya varios años, se remarcaba la lamentable situación de los jóvenes españoles por haber perdido el sentido del tiempo y del espacio, de manera que muchos de ellos no sabían situar el río Danubio o la pintura del Renacimiento en el lugar y época que les corresponde. Se culpaba de ello al sistema educativo, más concretamente a la Enseñanza Secundaria Obligatoria (E.S.O), que tanto daño ha causado en España. Leyendo todo esto, no es difícil adivinar la necesidad de un cambio que pudiera ofrecer un buen sistema educativo presentado por un buen gobierno. Dicho cambio radica en fomentar las Humanidades sin renunciar o menospreciar otros ámbitos de la enseñanza. El educador debe ser el que desarrolle las virtudes innatas y quien debe combatir las aspiraciones demasiado materiales –como sucediera en la antigüedad– de los educandos. La educación debe ser mucho más que instrucción, debe ser la formación de todo el ser, pues ciencia sin conciencia no es más que ruina del alma.
Debemos salir de este mundo (post) moderno que tan bien definía Marshall Berman: «Ser moderno es vivir una vida de paradoja y contradicción. Ser moderno es sentirnos en un ambiente que nos promete aventura, poder, alegría, crecimiento, transformarnos a nosotros mismos y al mundo, al mismo tiempo que amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que conocemos, lo que somos. En este sentido, la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, una unión de la desunión. Todo el mundo se coloca constantemente en contradicción consigo mismo, todo es absurdo pero nada es chocante, porque todo el mundo se acostumbra a todo«. Yo no quiero acostumbrarme a todo, soy incapaz y, además, creo en la máxima kantiana de la ilustración como liberación del hombre de su culpable incapacidad. Incapacidad de no servirse de su propia inteligencia para no depender del otro. Culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de valor y decisión de servirse de ella. Es libre aquél que se atreve a saber. Las Humanidades oponen resistencia a todo tipo de estereotipos y lenguajes poco reflexivos.
Esta crisis de la razón, de la certeza, de la historia, de la realidad ordenada, ese «nos hemos hecho pobres» puede cambiar con el Humanismo crítico del que hablo. Así, aparecerá la diversidad, la responsabilidad individual, la confusión y el miedo, la falta de sentido, la pasividad, la continua búsqueda, pero dará comienzo al nacimiento de los seres humanos, porque no nos conformaremos con lo estrictamente estipulado, o con lo políticamente correcto. La función del humanista e intelectual consiste en desenmascarar y esclarecer con la dialéctica, la reflexión, el respeto y la crítica, el silencio impuesto por las políticas mundiales —Pierre Bourdieu ya lo hizo en 1993 con la publicación de su obra La miseria del mundo–. Tal y como decía Enrique Dussel, «el intelectual crítico no desmantela las jerarquías; antes bien, las consagra, aunque sea por medio de la condena y de la crítica«.
Para terminar, y perdonen todo este rollo, quisiera compartir una reflexión de Jorge Larrosa. Dice así:
«Para que lo humano encuentre a lo humano hay que buscar la propia libertad y el encuentro con los otros en el juego de las formas, pero manteniéndose a distancia. Hay que cultivar la incredulidad y el escepticismo con los demás y con uno mismo, provocar y asumir las contradicciones (sobre todo las propias), ocupar irónicamente las formas para destruirlas desde dentro (y autodestruirse con ellas), moverse permanentemente de una forma a otra, aprender a expresar nuestra ignorancia, nuestra inmadurez, nuestra estupidez, nuestra bajeza, evitar todo contraste vertical si no es para movilizar lo bajo contra lo alto, negarse a ser rebajados… a lo mejor así, algún día, los intelectuales podrán salir de su intelectualidad, los maestros de su maestridad, los alumnos de su alumnidad, los cultos de su cultidad, los políticos de su politicidad, los artistas de su artisticidad, los buenos de su bondad, los malos de su maldad, los superiores de su superioridad, los inferiores de su inferioridad, los individuos de su individualidad, las personas de su personalidad… sólo así se abrirá un camino hacia la realidad, hacia la vida«.
En definitiva, ¿cuándo dejaremos de permitirnos creer que el Humanismo es una forma de petulancia y no una inquietante aventura que consiste en descifrar de nuevo las diferencias, las tradiciones alternativas y los textos en un contexto mucho más amplio de aquel con el que hasta ahora se les ha dotado?