«Con nuestras bibliotecas nunca podrán», sentenciaba esta semana en un artículo ese rara avis de nuestra literatura de nombre Enrique Vila-Matas. El autor catalán lo que pretende con esa tajante afirmación –o intuyo que es así– no es otra cosa que defender el mundo del libro, ese compañero fiel, ese abanico de oportunidades, ese universo ilimitado donde todo es posible. No es el único que ha escrito sobre el tema. Hace poco, el peruano Alonso Cueto anotaba: «nuestros libros son nuestra biografía clandestina». Y añade: «nuestra biblioteca es nuestra memoria secreta, el espejo de nuestras obsesiones y traumas». Me acuerdo ahora de esas palabras de Antonio Muñoz Molina, «la lectura es una ventana y también un espejo».
Lo cierto es, que el acto de leer implica, necesariamente, una introspección para el autor y el lector. Ambos se convierten en cómplices de una misma historia sin saberlo; crean una conexión imaginaria e imaginativa que les permite desnudarse ante la obra, llegando incluso a confesar sus miedos y pasiones mediante la palabra escrita o leída. Quizá por esa razón, por la fuerza que se genera en ese intercambio, haya que ser conscientes de su imperiosa necesidad, de la importancia y el significado que posee la literatura y, por ende, los libros. Y es que cuando leemos, aunque no tengamos constancia real, estamos revelando nuestra propia condición humana. Casi sin querer, atisbamos aquellos secretos que conforman esa historia personal que hilvanamos día a día. ¿Y cómo es eso posible? Muy fácil, porque la mayoría de nosotros sentimos empatía o somos actores que (re)interpretan un papel en el vodevil de la vida. Suele gustarnos enfundarnos en la piel del otro. ¡Ay, la otredad! Ese sentimiento de extrañeza que asalta al ser humano tarde o temprano, porque tarde o temprano toma, necesariamente, conciencia de su individualidad. La lectura permite darnos cuenta de que hay algo más allá de lo que percibimos o imaginamos normalmente. Si eso no es imprescindible, ya me dirán.
Al leer según qué cosas, emerge en nosotros una fuerte y profunda atracción sobre lo desconocido. No hay que olvidar que «todo ser humano lleva un misterio que ignora», volviendo por enésima vez a mi querido Vila-Matas. Por otro lado, también existe la posibilidad de proceder –mediante la lectura– al recuerdo, de hacer un llamamiento a la nostalgia, de vivir nuevamente una experiencia ya desdibujada, casi olvidada en nuestra frágil mente. Leer es un ejercicio que debemos procurar mantener para seguir siendo humanos. Tan fácil como eso. No pierdan la oportunidad.
El puente de las artes, París 1963. André Kertesz