Aquellos que desentrañan el alma criminal

Ambientes oscuros, misterios que resolver, intrigas entremezcladas con pasiones, deseos, individuos derrotados y en decadencia en busca de la verdad… Muchos se preguntan a qué se debe el éxito que ha adquirido la novela negra en los últimos años. La verdad, las mesas de novedades se hallan literalmente inundadas con historias de policías, detectives, asesinos y rubias peligrosas. Además, cada vez son más los escritores que se apuntan a esta “moda?”.

Héctor Malverde dice que “el género negro es un género mayor, literatura de alto rango en muchas de sus vertientes”. ¿Y quién es Malverde? El autor de Guía de la novela negra (Errata Naturae), ofrece un atractivo estudio sobre lo que él llama los primeros representantes del género, los sabuesos clásicos, los investigadores más duros y solitarios, los policías de toda ralea, los médicos y forenses, los amateurs metidos a detectives, los ‘serial killer’… Ante tanto “boom literario detectivesco”, no es de extrañar que necesitemos –los que no estamos acostumbrados a estas lecturas– alguna que otra directriz para adentrarnos en ese microuniverso del crimen y la intriga.

Reconozco que siempre he sido admirador de ese personaje mayúsculo de la literatura, perspicaz y curioso ser, estudioso de los detalles y las minucias, creador de un estilo de investigación basado en la deducción, llamado Sherlock Holmes. Doy las gracias a Arthur Conan Doyle por haberle creado, matado y devuelto a la vida –como suele ocurrirle a muchos, Conan Doyle se hartó de la fama que alcanzó su detective, una fama que le privaba de obtener el éxito como escritor de obras “serias”, como el mismo decía–. También he sido seguidor de las tramas perpetradas por la mente de Agatha Christie y resueltas al milímetro por esos dos personajes algo obstinados, Hercule Poirot y Miss Marple. Por otro lado, y dejando a un lado las novelas de misterio digamos “más clásicas”, lo poco que sé de Sam Spade debo reconocer que lo aprendí en la pantalla gracias a ese icono cinematográfico llamado Humphrey Bogart. Por esa razón, me comprometo a leer a Dashiell Hammett. Es justo y necesario. Asimismo, haré lo propio con Ross Macdonald y su detective privado Lew Archer –interpretado por Paul Newman en una, para mí, excelente película titulada ‘Harper, investigador privado’–. También queda pendiente ahondar un poco más en las tramas desarrolladas por Raymond Chandler –de nuevo, su personaje Philip Marlowe llegó a mí a través de la magia del cine–. ¡Son tantos y tantos los nombres y las obras! Difícil es leerlos todos, pero se puede hacer un intento.

Dentro del mundo de la novela negra, existen obras donde la resolución del misterio no es el objetivo principal y los argumentos son habitualmente muy violentos. En este sentido, hace relativamente poco descubrí a un autor que me dejó noqueado. Hablo de Edward Bunker. Después de la lectura de No hay bestia tan feroz (Sajalín editores), su protagonista, Max Dembo, quedará grabado en mi memoria por siempre. Bunker es, probablemente, uno de los autores que mejor han sabido reflejar el “mundo del mal”. Dicho de otro modo, su retrato de lo criminal es tan potente, que le deja a uno seco, inquieto. Ambientada en Los Ángeles –ciudad con mucho glamour, falsedad, codicia y también excesiva mugre–, Dembo intenta volver a llevar una vida normal tras pasarse ocho años en la prisión. Descreído de sus posibilidades de éxito, abrumado por los fantasmas de su vida anterior, poco a poco se ve arrojado a sacar a relucir su instinto criminal.

El lado equivocado de la vida. El camino de la perdición. Ser canalla, alcohólico, ruin, rastrero, gentuza, un don nadie, un ladrón de poca monta, un drogata de los bajos fondos… tiene un lado que, a nivel literario, atrae –al menos a un servidor–. Sumergirse en bares y prostíbulos, calles recónditas, barrios marginales y cualquier otro lugar donde quieran que vivan estos personajes miserables ofrece la posibilidad de darnos cuenta de la cruda realidad que vivimos. Somos mayorcitos para tener constancia de que no todo es un camino de rosas, que la música no suena en el momento de besarte con una chica, que la inocencia es un bien preciado. Sin embargo, preferimos no ver, ni conocer, para no sufrir –algo que respeto–. Aún con todo, creo que viajar, de tanto en cuanto, a esos ambientes sórdidos puede ayudarnos a apreciar mucho más nuestras vidas.

De San Quintín, esa temida prisión que tuvo como uno de sus huéspedes a mi idolatrado Art Pepper –uno de los saxofonistas de jazz más increíbles que hayan existido jamás–, surgió una pluma afilada, uno de esos seres que descargan su ira a través de la palabra y que ahora es considerado toda una eminencia literaria. Recluso y escritor del que difícilmente puedes olvidarte tras leer esta obra, Bunker ofrece una literatura que desgarra, te arranca el corazón y lo sumerge en dios sabe qué sustancia corrosiva. Eso sí, con un dominio excepcional de la palabra, con una belleza casi poética. A pesar de la crudeza de sus retratos, no quieres que el libro que tienes entre las manos acabe nunca. La culpa de todo la tiene su personaje principal, Max Dembo, quien tras salir de la cárcel –después de ocho años– deambula de aquí para allá por una ciudad que creía conocer pero de la que ya nada sabe, Los Ángeles. Moteles mugrientos, cafeterías grasientas, ambientes poco dados a celebrar un picnic… Dembo se mueve por la parte peligrosa de esa urbe corrupta, plagada de yonquis, maleantes y atracadores. Bunker relata a las mil maravillas los atracos a mano armada y las peripecias que tienen que pasar los delicuentes para sobrevivir a duras penas. Asimismo, hace una especie de reflexión sobre el rechazo que normalmente siente la sociedad hacia aquellos que buscan la redención. Finalmente, y a causa de ese rechazo, Dembo recurre de nuevo a la violencia, el único modo de vida que conoce.

Edward Bunker

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