¿Los artistas están aburridos de su trabajo? Eso se pregunta James Elkins, crítico e historiador del arte de la School of the Art Institute of Chicago. Yo a veces me pregunto lo mismo y creo que muchos de ellos sí, sobre todo aquellos que gozan de una posición harto cómoda dentro de ese galimatías que es el arte contemporáneo. El aburrimiento por la falta de ideas o por la repetición de los mismos conceptos estéticos pueden ser los causantes de que esas “mentes” vean mermada su inspiración. Sin embargo, existen otros que ven la parte “fácil”, esto es, la económica y piensan: “¿si este tipo de obras las vendo sin problemas, porqué sacrificarlo todo por mi propia evolución artística?” También existe una tercera clase menos interesante, los que no tienen realmente nada nuevo que aportar –que de estos hay, y muchos–. Teniendo esto en cuenta pueden generarse otro tipo de dudas: ¿qué papel juega el artista en la sociedad? ¿son meros bufones, juglares que cuentan historias entretenidas y poco más? ¿inciden realmente en los cambios teórico-prácticos de nuestro pensamiento? ¿tienen algo importante que decirnos? Desde hace casi una década intento responder a estas y otras preguntas.
Jordi Llovet fotografiado por Andrea Bosch
Hace poco leí un artículo titulado La mala hora de las humanidades y siento como si una losa me aplastara. El texto se centra en la publicación de un apasionado alegato que Jordi Llovet realiza sobre la “mano dura neoliberal” en materia académica. El autor lamenta el papel cada vez más residual de los intelectuales, cosa que me preocupa. Y digo esto por una sencilla razón: los intelectuales, al igual que los artistas, tienen una capacidad de análisis y reflexión que nos permite ver la realidad que nos rodea de un modo más amplio. Esa sensación es algo que todo aquel que haya estudiado o se hay interesado por las Humanidades puede llegar a comprender.
Esta disciplina de estudio e investigación permite conocer mejor todos aquellos puntos que han conformado el pensamiento humano. A través de ella, algunos hemos llegado a enamorarnos del arte, la literatura, la historia, la geografía, la filosofía… Es curioso, por no utilizar otro tipo de apelativos despectivos, que una carrera que se centre en esos aspectos de la condición humana sea puesta en duda. ¿Y cuál es el problema para no otorgarle el valor que merece? Como la valía de las Humanidades no es económica y todo en esta vida –por desgracia– se mira a través de las cifras, ese ha sido siempre su ‘talón de Aquiles’. ¿Cuántas veces he escuchado decir eso de que las Humanidades no valen para nada? ¿Cuántas veces han ninguneado esta disciplina? La verdad, muchas, quizá demasiadas. Sin embargo, al igual que los buenos héroes de la épica, nunca se rinde. En este sentido, la universidad debería dar un paso al frente y apostar por una rama que busca crear un espíritu crítico, tan necesario hoy día. ¿No creen?
De todas formas, el problema, como comentaba hace tan solo unos instantes, es la mercantilización del saber. Ahora es cuando me viene a la mente esa frase de “el saber no ocupa lugar”. No ocupará lugar, pero muchos piensan que no resulta rentable. Craso error, a mi modesto parecer. “La burocracia ha vencido a la meritocracia”, remarcó José Luis Pardo durante la presentación del libro de Llovet. Algo que, cada vez más, se hace patente. ¿Y qué hacer? ¿Cómo podemos devolver el esplendor, que creo merece, a las Humanidades? ¿Debemos encomendarnos a los intelectuales? Muchas preguntas sin una respuesta demasiado concreta o satisfactoria para muchos de nosotros. Además, ¿qué es ser un intelectual? Muchos creen que estos personajes son hombres y mujeres que gozan de una vida acomodada y de una disponibilidad total para ocuparse de aquello que no le importa a la mayoría. Sabedor de que las etiquetas resultan un lastre demasiado pesado, a día de hoy llamar a alguien intelectual es casi como condenarlo. Tras la lectura de El intelectual melancólico. Un panfleto (Anagrama), lo cierto es que no sé muy bien qué pensar. ¿Son necesarios o podemos maniatarlos y echarlos por la borda de un barco pirata? Jordi Gracia critica esa figura que, a su vez, critica el devenir del mundo –aunque no todos lo hacen, claro está–.
El catedrático de universidad fija su mirada hacia aquellos que abogan por el prestigio, el respeto y la calidad en el conocimiento, aunque de un modo sospechoso. Gracia considera que muchos de los intelectuales creen en aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Por eso los critica y dice que “ni la cultura humanística está en bancarrota, ni la literatura europea ha perdido el norte, ni las condiciones de posibilidad de una alta cultura han empeorado desde que nos ahogamos en Internet o nos movemos en AVE”. En este sentido, le doy la razón. Sin embargo, con la aparición de Internet –donde quien quiera puede expresar su opinión, crear sus propias conjeturas, debatir sobre tal o cual aspecto, dialogar…–, reconocer la claridad de una idea resulta una ardua tarea. El conocimiento, queramos reconocerlo o no, está devaluado. El interés por el saber y el análisis de la condición humana se va perdiendo en pro de la llamada “cultura material”. El problema de los “intelectuales melancólicos”, según Gracia, es que no saben adaptarse a esos cambios, y añade que está cansado de escuchar, durante 25 años, que vamos a la deriva. Sin embargo, ese debate ha existido y existirá siempre. En este sentido, la sensación que obtiene uno leyendo este panfleto es que, efectivamente, surgió de la “irritación”. Quizá esa irritación, que comprendo hasta cierto punto, venga dada porque Gracia sabe que él también será un intelectual melancólico llegado el momento y no quiere formar parte de ese círculo vicioso. No lo sé.
A pesar de que esta reflexión parece ser, en ocasiones, un mero ataque a colegas de profesión –que únicamente se dedican a vociferar desde sus poltronas–, Gracia intenta ser optimista y se muestra esperanzador. La solución que propone: no conformarse, no estancarse. Lo cierto es que hay que ser responsable. Para mí, la figura del intelectual debe seguir siendo necesaria. Eso sí, deben comprometerse por continuar ahondando en esos porqués de la condición humana, y deben hacerlo sin ningún tipo de pretensión que no sea el bien común, la preocupación por el devenir de todos, la salud mental.
Jordi Gracia fotografiado por Jonathan Grevsen
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