Somos memoria sitiada por el olvido. Charlando con Irene Vallejo

Vivimos a través de las palabras. Y quizá por tal motivo sea, como tantos otros, un confeso bibliófilo, un amante del libro y piense en él como esa «extensión de la imaginación y la memoria», que decía Borges. Sin ellos, sin los libros, una gran parte de lo que somos se extinguiría.

Ese amor devoto por los libros me ha llevado a gozar todas y cada una de las anécdotas, reflexiones y pequeñas interpretaciones históricas que Irene Vallejo ofrece en su ensayo El infinito en un junco (Siruela), título, por cierto, de una gran carga poética y de una profundidad sorprendente. Sin querer hacer demasiados spoilers, sí les diré que esta obra es una exquisitez absoluta, tanto para los apasionados de la literatura como para aquellos interesados en la Historia. El motivo de que esto sea así se traduce en su contenido, perfectamente definido a través del subtítulo de la propia obra «La invención de los libros en el mundo antiguo». 

En su prólogo, la doctora en Filología Clásica y escritora zaragozana ya nos advierte de su misión de convertirse en una «cazadora de libros», al igual que aquellos exploradores y esbirros que en la época de Ptolomeo recorrían el mundo conocido para hacerse con todos los ejemplares existentes y así nutrir los fondos de la Biblioteca de Alejandría.  Todos los capítulos son sorprendentes por su capacidad evocadora y por la profesional investigación llevada a cabo, lo cual hace improbable que cualquiera pueda aburrirse durante su lectura, más bien todo lo contrario. Es este un libro repleto de erudición, un libro mágico al mismo tiempo, que habla sobre el origen del libro y sobre el origen de nuestra cultura, un libro que mantiene nuestra corduda pues, como decía Walter Benjamin, «en un mundo caótico, adquirir libros es un acto de equilibrio al filo del abismo». 

Pregunta: En Para cada tiempo hay un libro, Alberto Manguel escribía que somos «criaturas de palabra». Cuando uno se sumerge de pleno en El infinito en un junco creo que esa afirmación queda fuera de toda duda, ¿no?

Irene Vallejo: Crecí en una familia donde siempre se valoró la conversación, el pensamiento y el lenguaje. Cuento en el libro que, cuando era una niña, pensaba que hablar era uno de los principales objetivos de la vida adulta. Las palabras nos permiten algo que roza lo milagroso, ser habitantes de dos mundos a la vez: el mundo de las cosas que nos vienen dadas y el mundo de la creatividad (las ideas, los símbolos, los inventos). El lenguaje transformó nuestras mentes sin vuelta atrás. Los antiguos griegos, grandes enamorados de la palabra, inventaron la democracia, que al fin es una apuesta por el poder del debate frente a la imposición del poder. Y me parece uno de los experimentos más audaces que se pueda imaginar.

P: Se suele interpretar como algo lógico el paso de la narración oral a la escrita. Sin embargo, creo que existen demasiados misterios por resolver en torno a esa cuestión. ¿Cuál dirías que fue, en realidad, el detonante? ¿Por qué decidimos escribir? ¿Tanto nos aburría la realidad física exterior que necesitamos «condensarla» o «limitarla» a un soporte?

I. V.: La escritura fue inventada varias veces, de forma independiente, en las grandes civilizaciones antiguas: Mesopotamia, Egipto, India y China. Las hipótesis más recientes sugieren que los signos escritos nacieron como ayuda para la contabilidad palaciega, que es una actividad difícil de realizar solo con la herramienta de la memoria. Más tarde se pondrían por escrito las crónicas, las historias, los poemas, las fábulas. Somos seres económicos, además de simbólicos. Primero escribimos las cuentas, y después los cuentos.

P: Las comillas de antes, obviamente, tenían trampa, porque hoy en día sabemos que la literatura fomenta el verdadero potencial de la imaginación. No hay límites en literatura, ¿o sí los hay?

I. V.: Había límites cuando las historias se conservaban solo en el almacén en la memoria. Por muy entrenados que estuvieran nuestros antepasados de la oralidad —eran atletas del recuerdo— su repertorio no podía ser muy extenso. Cuántas maravillas se habrán perdido solo porque no quedó nadie vivo que pudiera narrarlas. Con la escritura llega la literatura (las letras), y de pronto todos los relatos caben en el camino hacia el futuro, todo tiene al menos una oportunidad de sobrevivir. Y las palabras, las ideas del pasado nutren una creatividad que sigue creciendo sin cesar.

P: El libro lo planteas como un viaje en el tiempo, un viaje en el que profundizas en los orígenes de los libros, en su historia secreta y en los esfuerzos de cientos de miles de personas por conservarlos, conservando así nuestra propia memoria. Soy de los que opina que sin ellos, sin los libros, una gran parte de lo que somos se extinguiría. ¿Cuál ha sido tu relación con los libros? ¿Qué poder de atracción tienen sobre ti para abordar un trabajo como este?

I. V.: Sé que sin las voces que me hablan desde los libros, mi vida habría sido otra. Más pobre, más estrecha. Creo que nos hemos acostumbrado a mirar como un hecho rutinario algo que es, en sí, asombroso. Gracias a los libros, hablamos con los muertos. Conversamos con las personas más extraordinarias de cada época, muchas veces sin conocer su lengua ni pisar su tierra natal. Como filóloga, desde mis años de estudiante universitaria me interesaron los pasos que han hecho posible este prodigio. Para conseguirlo fue necesario resolver una serie de problemas prácticos, pero también construir un sueño visionario, y protegerlo de las enormes amenazas que lo hacían peligrar. Esta es la aventura que cuenta El infinito en un junco.

P: Creo que una de las claves del éxito que está cosechando este libro es la  invitación con la que obsequias al lector para formar parte de esta fascinante aventura que es hallar los orígenes del libro y su trascendencia. Sé que la pregunta puede sonar un tanto pueril, pero ¿cómo logras ese equilibrio entre el rigor académico y el carácter imaginativo de tu propio testimonio?

I. V.: En mí conviven la escritora de ficción y la investigadora. He publicado novela y también trabajos de investigación, aceptando los códigos habituales de cada género, pero en un momento dado me pregunté si la separación no es artificial. Creo que un buen ensayo tiene que contar una historia, y en el caso de este libro me propuse precisamente el reto de poner al servicio del aprendizaje todas las herramientas del placer literario. En mi caso, investigar, como escribir, es un acto apasionado.

P: El infinito en un junco es un libro que invita a leer o releer otros libros. ¿Tejer esas relaciones era parte de tu intención? ¿O surgió de una forma natural, por necesidad misma de la investigación que llevaste a cabo?

I. V.: Necesitaba hablar de literatura contemporánea y de clásicos para demostrar que hay un diálogo permanente entre ellos. Es una conversación viva, una continuidad que desafía el paso del tiempo y el poder destructor del olvido. Ahora que tanto se cuestiona la necesidad de la historia, la filosofía, la cultura, no me resisto a insistir en el poder inspirador de ese coloquio entre las mentes más creativas de todos los tiempos. Además, me gusta que los libros llamen a otros libros porque, en definitiva, son muchas las deudas de cada escritor y escribir es, necesariamente, un acto de gratitud a quien ha hecho posible tu voz.

«Gracias a los libros, hablamos con los muertos. Conversamos con las personas más extraordinarias de cada época, muchas veces sin conocer su lengua ni pisar su tierra natal»

P: Desde Alejandro Magno, la Biblioteca y el Museo de Alejandría, a Homero, la revolución del alfabeto, el oficio de librero, a Ovidio… Desde las tablillas de arcilla a los papiros y más tarde al formato rectangular encuadernado que conocemos, desde los pequeños relatos y poemas a las grandes epopeyas escritas… Imagino que el proceso de investigación y ejecución fue intenso, dada la riqueza y sensibilidad que rezuman estas páginas. ¿Cuesta desembarazarse de todo esto? Y por otro lado, ¿es necesario desembarazarse de todo esto?

I. V.: Como los personajes que abren mi libro, durante años he ido a la caza de información y respuestas a mis preguntas. Cuando ya había reunido mi botín, confié en el instinto de escritora para reconocer cuáles eran las mejores historias, las más atractivas, las más desconocidas y silenciadas. El libro es un apasionado mosaico de reconstrucciones históricas, humor, aventura, periodismo, homenajes, poesía y memoria.

P: No sé si eres del todo consciente de la acogida que ha obtenido el libro, tanto por parte de la crítica como del público. Si no me equivoco ya va por la décima edición. ¿Este tipo de reconocimiento te abruma? ¿Sientes que tienes una mayor responsabilidad?

I. V.: Me siento infinitamente afortunada por la generosidad de los lectores y por la maravillosa labor que ha desplegado la editorial Siruela en apoyo del libro. Pero más allá del texto en sí, creo que la clave está en haber despertado un sentimiento de pertenencia, de conexión con una historia y una comunidad. Quizá una reacción de esperanza frente al antiintelectualismo rampante que algunos defienden sin rubor. El infinito en un junco es un homenaje a esos salvadores anónimos que siguen haciendo posible la cultura desde bibliotecas, editoriales, escuelas, institutos, universidades, clubs de lectura, o, simplemente, el sofá donde alguien se sienta a leer, dejando de lado las pantallas. Todas esas personas continúan la aventura que el ensayo describe.

P: Un querido amigo, lector voraz y escritor excepcional y atípico, me dijo: «Desde que nos vimos hasta esta mañana mi vida ha sido maravillosa: El infinito en un junco. Esta mujer, de tanto enredar con los dioses, parece que la han confundido con uno de ellos, porque escribe como tal. No le encuentro otra explicación». Comparto esa confidencia contigo para que veas el impacto de tu obra en un lector, aunque imagino que ya te habrás dado cuenta de esa posibilidad y que habrás intercambiado pareceres con cientos de lectores. Aunque imagino la respuesta, ¿te esperabas este éxito?

I. V.: No imaginaba nada parecido ni en mis fantasías más desenfrenadas. De hecho, escribí este libro pensando que, en el mejor de los casos, alcanzaría a un pequeño grupo de lectores. Supongo que a esas expectativas prudentes debo agradecer la libertad con la que me permití experimentar y disfrutar con la escritura.

P: A modo de confidencia, te diré que nunca un título me había parecido tan extraordinario como el de tu libro. El título es la perfecta invitación para gozar de este libro repleto de erudición que es, también, un libro mágico.

I. V.: Hubo un largo camino hasta llegar a ese título. Tengo que agradecérselo, entre otras muchas deudas, a mi editor Julio Guerrero, que no se conformó con el título inicial y me obligó a esforzarme hasta encontrarlo. Al final, comprendí que necesitaba una definición poética del libro que condensase la maravillosa paradoja de que lo infinito —ideas, fantasías, sueños, descubrimientos, emociones— se pueda alojar en el pequeño espacio de un junco de papiro.

«El infinito en un junco es un homenaje a esos salvadores anónimos que siguen haciendo posible la cultura desde bibliotecas, editoriales, escuelas…»

P: Decía Jorge Riechmann que los seres humanos somos «seres del lenguaje, animales que hablan, carne que habla». Yo añadiría en este sentido que somos animales que escriben, carne que escribe. ¿Qué es el ser humano para Irene Vallejo?

I. V.: Somos memoria sitiada por el olvido. Somos palabra asediada por el silencio. Como escribió Pascal, juncos pensantes.

P: Ya para terminar, ¿por qué escribe Irene Vallejo? ¿Y para quién escribe?

I. V.: Mi abuela solía decirme que estudiase porque no valía para otra cosa. Escribo porque es la actividad que más amo y creo que todos somos mejores en lo que nos apasiona. Escribo porque creo en las palabras y confío en ellas para mejorar. ¿Para quién? Para quien me acoja. Para personas que tengan la generosidad de dedicar su tiempo —tan escaso, tan precioso— a las historias que cuento.  

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