Marcelo Carnero © Pablo José Rey
impulso.
(Del lat. impulsus).
1. m. Acción y efecto de impulsar.
2. m. Instigación, sugestión.
3. m. Fuerza que lleva un cuerpo en movimiento o en crecimiento.
4. m. Deseo o motivo afectivo que induce a hacer algo de manera súbita, sin reflexionar.
No sé qué me indujo a querer leer La boca seca (Mardulce). Ese deseo o fuerza sobrenatural me llevó a contactar un buen día con su autor, Marcelo Carnero. Tuve un impulso.
Poco sabía de este poeta argentino que ahora se enfrentaba por vez primera a ese género tan mediatizado como es el de la novela. Indagando, averigüe que entre sus amistades más cercanas se encuentran autores del calibre de Selva Almada, Julián Lopez –si no han leído Una muchacha muy bella (Eterna Cadencia), ya tardan–, Alejandra Zina… Supe, también, que coordina junto a Victoria Schcolnik –otra poeta «ecléctica» como él, según dicen– el Espacio Enjambre, un «un espacio donde reflexionar sobre la escritura, por fuera de la academia, con ánimo de conectar a aquellas personas que exploran y producen sobre este asunto», como ellos mismos afirman. Como ven, muchos eran los ingredientes para acercarse a su figura y, lo que es más importante, a su obra.
Cuando uno lee La boca seca se encuentra con una lectura extraña, muy extraña, pero en el buen sentido. Así se lo hice saber al propio Marcelo en nuestro singular diálogo cibernético. Él, creo, sonrió ante tal afirmación. ¿Escribir una historia misteriosa, chocante, era su pretensión? Esa era una de las cosas que me proponía indagar, pues en esta obra Carnero crea un mundo que se nos antoja conocido pero al tiempo irreconocible. Es una novela compleja en cuanto a su naturaleza, pero sin saber muy bien cómo te adentras en esa complejidad, en ese ambiente de brujería y ciencia ficción, en esa lucha por alcanzar la ansiada libertad.
Como poeta, Marcelo Carnero hilvana una historia fundamentada en el poder de la palabra, en su sonoridad y su sentido. No deja nada al azar; para él el lenguaje, su tratamiento, es fundamental, pues como dice Silvina Friera, la de Marcelo es una novela «de largo aliento».
Pregunta: La boca seca es tu primera novela, una novela que divides en cuatro partes. A excepción de la tercera, que narras en forma de dietario –el de una joven inglesa–, el resto se caracteriza por su teatralidad. Las acciones que transcurren, así como la presentación de los personajes, se asemejan a un cuadro teatral. ¿O me equivoco?
Marcelo Carnero: No, no te equivocás. La idea de lo teatral aparece a la hora de sentarme a escribir un texto y también la de lo cinematográfico. Hay algo de lo sensorial que relaciono con el teatro y trato de trabajar en los textos. También hay algo que me parece central pensar y es el tema de los diálogos. Me ha pasado que estoy leyendo un texto y cuando llego a los diálogos siento que están dichos por muñecos de paja. Si mi representación mental del texto es como la de una obra de teatro o una película, no hay cosa más fea que ser espectador y no creerles a los actores. Con la narrativa me pasa lo mismo, si no le creo a los personajes cuando hablan o en sus acciones, si no puedo disolverme en la lectura, deja de interesarme de inmediato. Después hay, como bien decís, otros elementos, ciertos pincelazos dramáticos, la descripción de algunos escenarios que también me parecen teatrales y me interesan.
P: Presentas un paisaje difícil de reconocer. La trama transcurre en un lugar donde aún existen los esclavos, lo cual provoca que pensemos en una historia ubicada en el pasado. No obstante, la historia versa sobre experimentos científicos y en ella también hay lugar para lo sobrenatural, flirteando con lo que sería más bien la ciencia ficción. ¿Es esta una novela distópica?
M. C.: Sí, y también creo que el mundo en el que vivimos es distópico. Hay algo que me interesaba poner en juego en el texto y que tiene que ver con la actualidad de cosas que creemos que solo forman parte de la ficción o del pasado. La esclavitud es una de esas cosas. Basta mirar un poco con atención alrededor para darnos cuenta que cuando decimos “trabajo esclavo” no estamos apelando a ninguna metáfora. Hay algo de la opresión y el sometimiento que el mundo actualiza constantemente. Y en ese reciclaje es como si lo naturalizáramos cada vez más. Aunque pueda sonar un poco paranoico siento que no en vano se desarrolla una intervención por parte de las distintas instituciones sobre el cuerpo desde lo educativo, lo religioso, o desde la idea de lo que representa salud, legalidad, mismo desde la intervención constante del lenguaje como algo utilitario. El imaginario que se instala sobre la otredad o lo diferente. Yo quería que al encontrarse con el texto, el lector tuviera esa sensación un poco extrañada con respecto a todo esto y a lo temporal y que no le quedara claro, por ejemplo, en qué tiempo transcurre la trama, precisamente para hablar de la actualidad de algunas cosas.
P: La base de esta historia es la búsqueda de la libertad: los tres esclavos fugados, el diario de Jane Rose Valtz en el que describe una sociedad oprimida donde hay persecuciones, hambruna y muerte… Es esta una sociedad apocalíptica. Centras tu mirada en la opresión, sometimiento, depravación (las escenas sexuales protagonizadas en la hacienda de Correa son tremendas). Si tenemos en cuenta que en la actualidad estamos supeditados a los medios de comunicación, a las macroempresas y a los gobiernos… ¿Ese mundo que narras es un «reflejo» de la sociedad actual?
M. C.: Tal vez lo pensé como una posible progresión de una sociedad que ha elegido tomar un camino al que no le veo demasiado retorno. Como te decía antes, siento que hay algunas cosas que lejos de terminar, no dejan nunca de actualizarse; que vivimos dentro de una realidad totalmente intervenida y que si bien este sistema está naturalizado y enraizado en nuestra construcción de esa realidad y a veces pareciera que pende de hilos demasiado frágiles, subsiste. A veces siento que estamos en un mundo diseñado para cumplir roles, repeticiones interminables, y que todos esos roles de una forma u otra son funcionales a ese sistema. Tengo en la cabeza la imagen de que somos como ratitas de laboratorio con electrodos en las sienes y a las que les fueron asignados distintos recorridos del laberinto y cuando queremos corrernos mínimamente de esos recorridos, los electrodos hacen descargas dolorosas, entonces volvemos a nuestro recorrido, a nuestra celda asignada. Hay que atravesar ese dolor para convertirse en uno mismo.
P: Al mencionar esa falta de libertad y el sometimiento… ¿Acaso no estamos supeditados a las palabras, a su concepto? ¿No sería la palabra misma un elemento opresor? ¿Qué hacer, cómo escapar?
M. C.: Me parece que si uno se relaciona neurótica u obsesivamente con las palabras, con la forma en la que el mundo hace uso de ellas, seguramente va a estar en una relación de opresión. Porque pareciera que salimos del estado del decir para entrar en un estado de rumiantes. A masticar y masticar algo dañino. Leer poesía es una forma de tener otra relación con el mundo y con las palabras. El lenguaje poético viene a romper, a subvertir la idea que tenemos de las cosas y a hacer un espacio adentro de uno que pueda ser habitable. Todo lo que la poesía toca entra en estado de brillo, es el estado que me gustaría alcanzar, porque ese es para mí el estado vivo de la palabra.
P: Algunos de los paisajes más relevantes de cuantos se describen en la novela son laboratorios, zonas desérticas y bosques que mutan. Ciencia y magia se dan la mano. ¿Qué importancia les concedes a ambas?
M. C.: Para mí las dos son muy importantes y no sé si puedo pensarlas separadas. Siento que la ciencia está en este momento en el umbral de lo mágico. Por lo menos en cuánto a lo que a mí capacidad de asombro se refiere. Por otro lado para mí el trabajo con la palabra es un hecho esotérico, pienso que la posibilidad de entrar en contacto con los nombres, la posibilidad de irrumpir en el espacio con una palabra es un hecho de mucha potencia, que no es menor. Resumiendo bastante creo que uno puede usar a la palabra como lazo de atracción del deseo, como potencia de sanación, entre muchas otras cosas. Y aunque a veces sienta que la búsqueda científica ha dejado de lado cierta mirada sobre lo trascendental, una mañana me levanto, abro el diario y leo que un grupo de científicos, en Rusia, descubrió que el ADN puede ser modificado, reprogramado por ciertas palabras o frecuencias sonoras determinadas. Eso para mí es mágico.
© Ángela Pereira
P: Me interesaría ahondar en ese trabajo con la palabra que describes como «hecho esotérico». La escritora mexicana Valeria Luiselli dice que «podemos inventar el mundo enunciándolo». ¿Es esa es la magia, el poder que otorga la palabra? Y, teniendo en cuenta que, como hacía mención Simon Leys, «ningún escritor dispone de un poder verbal capaz de rivalizar con la imaginación de sus lectores», ¿cómo actúas tú frente a eso? ¿Qué responsabilidad o valor le das a la palabra, siendo como eres poeta?
M. C.: Hay algo del trabajo con la palabra que para mí está en contacto con lo sagrado, y lo digo así, con todo lo que eso implica. Somos portadores de una potencia inmensa. Está en nosotros desarrollar esa potencia o reducirla solamente a una herramienta utilitaria. Para mí la palabra es una hacedora de mundos, no solo imaginarios, sino que creo que hay mundos que pueden materializarse a través de la palabra. Desde ahí pienso que está totalmente ligada a la realidad, también por medio de la intención y el deseo. La construcción del mundo es imaginación intencionada. Cuando leo a Artaud, por ejemplo, no siento que esté trabajando con cáscaras o con pieles muertas, siento que está tocando la materia viva del lenguaje.
También pienso y me repito la sentencia de Wittgenstein: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» y estoy seguro que sí, que lo que puedas nombrar te deja afuera de un mundo o adentro.
P: En cuanto a los personajes de la historia de tu primera novela tenemos a Vivi, la esclava anciana, la curandera. Todo cuanto rodea a esta mujer es puro misterio. Luego está Milagros, la «clave», aquella que debe ser salvada y a la que todos buscan. También destacan Amador, el tercer esclavo, el obediente pero ingenuo, y Barredo, el inspector que busca la verdad, pero qué verdad. Finalmente, Barnes, el científico loco, y el Mariscal, figura descarnada, un canalla, un totalitarista. Durante la novela hay momentos en los que parecen no tener ninguna relación y, sin embargo, todos están conectados. ¿No es así?
M. C.: Sí, se me hace difícil verlos sin ninguna relación. En el texto unos son consecuencia de los otros y creo que es así como se van conformando todos los mundos posibles. Todos viven de una forma u otra un mundo que se derrumbó y de alguna manera responden a un cierto orden nuevo, que a lo largo del texto pareciera que está en constante construcción. Cada uno planteando una ética de movimiento que en algunas partes los une o no. Y en otras también los amalgama la necesidad o la desesperación.
P: El final de La boca seca es un final abierto. No sabemos qué le ocurre a Milagros ni sabemos hacia dónde se dirigen Barredo y Amador. ¿Prefieres que sea el lector quien termine la historia?
M. C.: Es una primera instancia. Me gusta la idea de que el lector pueda reponer lo que supone que pasa con los personajes, me parece que hay algo del final abierto que es interesante porque te obliga a hacerte preguntas, te obliga a recapitular aunque sea mínimamente. Siento que es como el estímulo de la asimetría, y como estamos muy acostumbrados a pensar simétricamente, uno de inmediato busca encontrarle el cierre, la lógica, la explicación. De cualquier forma mi idea es que la historia continúe, hasta tanto queda abierta.