La cruda historia de una madre, prostituta, ha logrado conmover a más de un lector confiado en que el mundo es de color de rosa. Este podría ser un relato más de ficción, una de aquellas obras que no suscitan un interés desorbitado en las listas de “los más vendidos”. A pesar de ello, la fuerza, la garra y la furia de sus palabras hacen de este recorrido por la vida de una mujer mexicana un recuerdo literario difícil de olvidar. ¿Y por qué? La fuente, el creador de esta historia, es el hijo, víctima también de todo ese “torrente de nomadismo prostibulario”. Hablo de Julián Herbert, quien ha logrado con Canción de tumba (Mondadori) exorcizar parte de su pasado, vomitar esos traumas que marcaron su infancia y, de paso, encogernos el corazón.
Herbert es noticia ahora tras haber ganado el premio Jaén de Novela. Con el pelo rapado, algo más delgado, lejos queda ya –al menos en mi memoria– aquel mexicano ligeramente rechoncho y con caracoles en la cabeza que anduvo por Barcelona hace ya cuatro años. Entonces, el filo de su cuchillo literario estaba bien afilado mostrándonos su Cocaína. Manuel de usuario (Almuzara), un poemario que no tiene pérdida alguna por su mordacidad, su feroz crítica al stablishment. Herbert fue uno de los participantes en esa magnífica propuesta surgida de la mente de Lolita Bosch, el festival literario Fet a Mèxic (Hecho en México). Fue allí, durante esa semana de octubre, donde tuve la oportunidad de conocer personalmente a este novelista que reconoce: “la literatura le salvó de muchas cosas”.
En una entrevista leo que el propio Herbert, para escribir Canción de tumba tuvo que armarse de valor “Madre solo hay una. Y me tocó”, cuenta. Las noches de hospital, el ver a una madre apaleada, el haber estado a punto de ser violado… Relatos como este dejan constancia de un horror que sobrevuela el mundo que conocemos, ese que hemos construido a base de sangre y falta de pudor. Leer esas frases tan claras y punzantes duele. Sin embargo, ese dolor se torna extrañamente liberador, puesto que permite ser conscientes de la realidad en la que deambulamos día a día. Herbert necesitó refugiarse en los libros, en esas historias inventadas de algunas mentes locas. Solo así logró alzar el vuelo y convertirse en un escritor crítico, capaz de no tener miedo a decir lo que piensa. Le admiro por ello y por decir cosas como que “los libros son más generosos que los hombres”. Razón no le falta.
La vida literaria, a mi entender, es mucho más agradecida, principalmente porque suele ser una invención, un mero juego de palabras, una unión de pensamientos y desvaríos. Con ello quiero decir que la vida literaria está un paso, o dos, por delante de lo terrenal, de esa realidad extraña que nos envuelve. Esto, que en un principio resulta atractivo para todo aquel que haya soñado alguna vez, tiene truco. ¿Cuál? Los escritores, así como los lectores empedernidos, suelen estar aquí y allá. Me explico. En un artículo publicado por esa mente privilegiada, esa fuente literaria per se, llamada Enrique Vila-Matas, me impactó una reflexión que escribía y que dice así: “Volver sobre lo sucedido me hizo ver que aquella transeúnte estaba en la vida y tenía sentimientos y yo estaba como ella en la misma vida, pero con menor capacidad de sentir, de sentir de verdad, quizás sólo sabía sentir con la imaginación”. Vila-Matas habla de una joven a la que vio en la calle, rompiendo a llorar de dolor. Darse cuenta de que “sólo sabía sentir con la imaginación” es un peligro, aunque también una perfecta huida del dolor. En ocasiones creo que mis sentimientos confluyen en esa onda de la irrealidad, de lo inventado. Quizá sea un mecanismo de autodefensa, una vía de escape, como la que Julián Herbert emprendió para sobrevivir a ese abismo sangrante que vio con sus propios ojos. En definitiva, “combatir la realidad con la ficción”, como bien señalaba Vila-Matas en su texto. El riesgo, por tanto, radica en no saber en cuál de los dos lados estás, o más bien, a cuál quieres pertenecer. El moralista y ensayista francés Joseph Joubert decía que “la imaginación es el ojo del alma”. Así pues, mejor dejar volar nuestra imaginación, ¿no?
El escritor mexicano Julián Herbert fotografiado por Ignacio Valdez