Imagino que es lógico, llegados a este punto en el que cualquier discurso parece desgastado o falseado, preguntarse si hay energías suficientes para narrar historias atrevidas, incómodas, sugestivas y atrayentes, es decir, si aun es posible atisbar cierta originalidad o sorpresa. Es lícito, por tanto, preguntarse ¿a dónde se dirige la literatura hoy? ¿cuáles son sus límites? ¿qué sentido tiene escribir una novela? Precisamente, a esto mismo intenta responder Eduardo Lago a través de su novela Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee, una obra que nos ha ofrecido –a los lectores exigentes– una doble recompensa. Por un lado, una nueva demostración del arte narrativo que posee su autor. Por otra, el nacimiento de una editorial, como es Malpaso, que en poco tiempo ya se ha consolidado y a la que debemos vitorear por su osadía –en el buen sentido– al apostar por esa literatura creativa que despierta los sentidos.
Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee es, a mi entender, una obra que transgrede algunos de los límites propios de la escritura. Lago crea un divertimento literario, dibuja una serie de irreverentes situaciones que le permiten alejarse de cualquier canon. En otras palabras, hace y deshace la historia a su antojo, jugando con los personajes, difuminándolos, persiguiéndolos, recreándose en sus miedos o inquietudes. En la novela hay muchas historias que se entrecruzan. No sabemos con certeza si todo es una farsa, o alguna de ellas es real, como tampoco nos atrevemos a afirmar cuál de todos los personajes que aparecen es el principal. ¿Será Benjamin Hallux? ¿Stanley Marlowe? ¿Gloria Laughton? ¿Nabokov? ¿Wild? Todo parece mezclarse, como en un sueño, creando una atmósfera en la que los planos narrativos se confunden, en donde los personajes saltan del texto principal a las notas al pie de página.
Puede que me equivoque –suele ocurrir–, pero tengo la sensación de que Eduardo Lago crea en este libro una farsa a partir de la búsqueda de Hallux por terminar la inconclusa novela –o mejor dicho, por intentar descifrar cuál podría ser el final– El original de Laura, de Vladimir Nabokov. Para ello, se sirve de un escritor fantasma, Marlowe, quien además de estudiar con todo detalle las fichas de ese manuscrito inacabado escribe también la autobiografía de un multimillonario. Entre informes, confesiones y afirmaciones, poco a poco se genera una especie de novela con tintes negros, con persecuciones, obsesiones, viajes e intrigas. Todo ello con las dosis justas de humor, esos ligeros toques de ironía que no todos los autores son capaces de ofrecer.
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Algo nervioso, me preparo. Tengo las notas y las preguntas cerca, aunque siempre prefiero que todo surja de forma espontánea. Es casi la una de la tarde de un 10 de octubre, la hora en la que debo descolgar el teléfono y llamar a la oficina de Malpaso para hablar con Eduardo Lago. Voy a hacer una entrevista telefónica, así lo llaman. Hubiera preferido viajar a Madrid o Barcelona y conversar tète a tète con él, pero ya me quedó bien claro hace años que no llueve a gusto de todos, o algo así. Así pues, desde Castellón, ciudad de mitos y leyendas, llamo a la hora en punto pactada. «Aun no ha llegado, pero creo que te adelantaste un poco. Llama en unos cinco o diez minutos», me contestan. La primera, en la frente. Miro mi reloj, el reloj de mis compañeros, y observo que no, que no me he adelantado. Suspiro. Espero. Vuelvo a la carga. Ahora sí, «ya está aquí, te lo paso, viene de tomar algo con su amigo Enrique Vila-Matas». Pienso –no sé si en voz alta–, que ya puestos se ponga también Vila-Matas al teléfono y mato dos pájaros de un tiro. Pero no caerá esa breva. Al momento, escucho:
–Hola.
-Hola. ¿Qué tal?
–Muy bien. Soy Eduardo Lago, dime.
No han transcurrido todavía ni cinco segundos cuando suena al fondo un teléfono, el teléfono de Eduardo. Me pide disculpas, «he de contestar, es muy urgente». Aguardo sin retirar la oreja del auricular, atento. Imagino que algo pasa, pues el carácter apacible y sosegado de hace cinco segundos se torna eufórico. Es entonces cuando escucho: «Munro, Munro, Alice Munro ha ganado el Nobel de Literatura». Efectivamente, el 10 de octubre del 2013 la Academia sueca anunciaba que la canadiense Alice Munro era merecedora de tal galardón y justo en ese preciso momento yo intentaba charlar con un Eduardo Lago exultante que no paraba de repetir, de repetirme, «Munro, Munro, Alice Munro».
–¡Alice Munro, premio Nobel de Literatura! –exclama Lago–.
-Sí, sí. Me he enterado.
–¡Qué alegría! Se lo merece, se lo merece con creces.
No sé muy bien cómo reaccionar. Cualquier cosa que pregunte, en estas circunstancias, carecerá de importancia. Uno no puede luchar contra el Nobel. Yo no puedo luchar contra el Nobel. Dudo, incluso me hace el efecto que balbuceo, pero debo calmarme y, sobre todo, calmar a Eduardo Lago, muy a mi pesar. En esas estoy cuando vuelve a hacer acto de presencia la melodía de su teléfono. Vuelve a disculparse, «he de contestar». Apenas tarda un minuto.
–Era Winston Manrique, de El País, por si puedo escribir algo sobre Alice Munro para mañana. Le he dicho que imposible con la promoción del libro estos días. Ya estoy contigo. ¿Qué me decías?
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Entrevisté a Eduardo Lago el 10 de octubre del 2013, día en el que la Academia sueca anunciaba que la escritora canadiense Alice Munro era merecedora del Premio Nobel de Literatura. Mi intención era publicar dicha conversa al cabo de unos días, aunque reconozco que transcribir cualquier conversación me da cierta pereza. No obstante, el hecho de no haber publicado esta entrevista en la fecha prevista no se debe a mi gandulería, no. Si no lo hice antes fue por algo tan sencillo como mi carácter un tanto petulante. Me explico. Lago estaba entonces en mitad de su campaña de promoción de Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee y cuando observo que todos los medios de comunicación entrevistan a alguien que yo quiero entrevistar, como que pierde gracia. Mi gracia, claro. Preferí, por tanto, quedarme al margen de la actualidad. Ahora, casi ocho meses más tarde, decido publicar ese intercambio de palabras de un modo distinto. Por primera y no sé si última vez, me olvido de la típica entrevista pregunta-respuesta dejando espacio a cavilaciones propias –¡qué locura!–. Espero no se aburran. Y si se aburren, las quejas las pueden enviar mediante paloma mensajera.
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«En cuanto a tu pregunta sobre la existencia o no de originalidad en la literatura, debo decir que queda muchísimo por descubrir. Fíjate sino en el mundo del vino. Los enólogos españoles están inventando auténticas maravillas con cosas antiguas. En literatura es exactamente igual», respondía de forma contundente Eduardo Lago al principio de nuestra charla. Comencé la misma interesándome por el término utilizado por Malcolm Otero, editor de Malpaso, para definir la última novela del escritor madrileño: «un artefacto literario». El propio Lago me dijo que, según él, Malcolm se refiere al hecho de que «este libro rompe formas para adentrarse en una manera diferente de expresar». Lo cierto es que el autor de Llámame Brooklyn, «lleva el juego literario al límite» –en palabras de Álex Gil, en Blisstopic–.
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Mientras leía un relato de Sam Shepard titulado Four Days, en la Paris Review, me topé con una pregunta que el propio autor teatral norteamericano y actor se formulaba acerca del director Francis Ford Coppola. What goes on in Coppola’s mind? ¿Qué pasa en la mente de Coppola? Esta cuestión me hizo reflexionar acerca de los quehaceres diarios de los narradores y visionarios de las letras y el celuloide. Siempre he tenido presente que mi capacidad para crear de la nada un texto que conmocione, haga sonreír o llorar, es nula. Quizá por esa razón intente llegar a esos «genios» mediante lecturas, audiciones o visionados de sus filmes. Digamos que, de esa forma, me acerco un poco más a su maestría, aunque nunca podré equipararme a ellos. Los maestros de la pluma, el objetivo y la melodía son dioses que crean mundos. Y yo, yo solo soy un simple mortal que mira hacia arriba con cara de tonto. Ojalá pudiera meterme por unos segundos en la cabeza de algunos de estos baluartes de las artes para llegar a entender qué me hace falta, qué pecados cometo para no dar ese paso hacia la creatividad absoluta, qué secretos esconden, qué pasa en sus mentes.
A Eduardo Lago le pregunté por ese proceso privado de creación. ¿Cómo brota la trama en su mente? ¿Cómo logra plasmar finalmente sus ideas? Su intención, el mecanismo que le empujó a escribir Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee es, según me confesó, despejar otras incógnitas que le rondan desde hace tiempo. «¿A dónde va la literatura hoy? ¿Cuáles son sus límites? ¿Qué sentido tiene escribir novela, hoy? ¿Todavía existen las novelas? ¿Dónde se encuentran los lectores y todo el mundo que hay alrededor de la literatura?», inquiere al otro lado de la línea telefónica. Yo me abstengo de argumentar cualquier idiotez y al momento prosigue: «Hay una cosa que es eterna: las historias, la poesía». Sin embargo, «en este momento todo lo que rodea a la literatura se está desmoronando, la forma de editar, de comunicar con el lector…», afirma, sin caer en lamento alguno, puesto que a continuación alarga su discurso explicándome que «justo en esa coyuntura me encuentro el libro de un genio, que es Vladimir Nabokov, un libro que se le escapa de las manos porque se está muriendo, un libro que es una reflexión jocosa, muy divertida, sobre la muerte a través de sus personajes». El libro al que hace referencia Lago no es otro que El original de Laura. «Cuando entro en contacto con este libro surgió algo, no sé el qué, porque, en el fondo, la literatura responde a algo inexplicable», dice. No tardó en sentir «el deseo imperioso de crear una farsa, un artefacto lleno de comicidad, totalmente irreverente, en el que procuro reírme lo más alto posible de todas las instituciones que hay alrededor del fenómeno de la creatividad literaria». Reírse del establishment, pienso para mis adentros. Chapeau!
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Abandonando las cuestiones sobre la que es hasta la fecha su última novela de ficción, sentía la necesidad de ahondar en una faceta algo más comprometida de Eduardo Lago. La circunstancia de haberse decantado a publicar este libro con una editorial nueva dice mucho de él, o así lo creo. Por tanto, no temo preguntarle por un hecho que me produce hasta cierto punto urticaria, como es el estado de salud del mundo editorial. Hay (o habían, no sé) estadísticas demoledoras que remarcan que el sector del libro dejó de ganar 350 millones de euros por la piratería; que hemos retrocedido una década en este aspecto. «Todas las cifras que tienen que ver con las pérdidas de las grandes editoriales, etcétera, etcétera, significa que se trata de mantener un modelo económico de ganancia en el que si es necesario sacrificar la literatura, se sacrifica. Eso es completamente absurdo. Lo único que debe importar es la literatura, no que se forren quienes sea a costa de la literatura», me explica. Su parecer, la verdad, me convence. Y continúa: «los grandes consorcios, tanto digitales como de cualquier tipo, lo están pasando mal, pero es porque el lector tiene su propia opinión, de manera que ya va siendo hora de plantarles clara y que haya gente joven que haga iniciativas jóvenes, y a eso responde Malpaso. A mí me asombra que Malpaso exista, que haya surgido. Me he ido con ellos por cuestión de amistad profunda, con el editor. Se trata de una gente muy joven que cree en la literatura, mientras que los otros que has dicho que pierden millones de euros no cree en la literatura, cree en los euros que están perdiendo y en que se les va el tinglado».
Así pues, ¿no todo está perdido en el sector? Según Eduardo Lago, no. «La gente joven que haga lo que tiene que hacer, que las editoriales jóvenes salgan ahí a plantar la cara y a divertirse. Los lectores, reaccionarán a eso». ¿Y los grandes grupos lo permitirán? «Esos otros están haciendo cosas cada vez más infumables porque están preocupados para que cuadren las cuentas. Lo mismo pasó con la música y ahora resulta que se producen fenómenos de belleza poética como el regreso del vinilo porque no se puede piratear, lo cual me resulta fantástico», asevera.
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Desde que leyera por vez primera a Georges Perec siempre repito (para mis adentros) una y otra vez aquello de «la escritura me protege». Ciertamente, en esta época de incongruencias, la literatura puede erigirse en salvaguarda de aquellos seres preocupados por el devenir común. ¿Cuál es la visión de Eduardo Lago al respecto? ¿Hay lugar para los soñadores, para esas personas inquietas y curiosas? «Claro que sí», responde con pasmosa seguridad a mi segunda pregunta. «Una vez más –dice–, la clave son los jóvenes».
¡Los jóvenes, ay, los jóvenes! «Yo soy profesor universitario en Estados Unidos y estoy en contacto continuo con gente joven, doy clases de literatura y observo que les interesa muchísimo la literatura, de verdad. Entonces, cuando uno ve, como es mi caso, el daño que se está haciendo a la lectura en sí, resulta decepcionante. No obstante, he dicho varias veces que había historias, había poesía y habían narraciones antes de que existiera el alfabeto». En su discurso se vislumbra un atisbo de esperanza; uno necesita creer que si alguien como Eduardo Lago se mantiene en sus trece, esto es, que confía en la palabra y su poder, en su necesidad, no todo está perdido.
Reinventarse, innovar, buscar la diferencia o apostar por la originalidad es algo que en los tiempos que corren resulta necesario para la supervivencia del libro. Intentar aportar fórmulas distintas a las ya acostumbradas, modelos y/o planteamientos de oferta más atractivos, es todo un reto. Por otra parte, la eternamente anunciada muerte del libro es algo que ya no sorprende –ni a propios ni a extraños– y no lo hace porque a la vista está que su objetivo primario sigue intacto: recoger historias. Los relatos siguen y seguirán su curso, pues el ser humano necesita exorcizar sus miedos, revelar inseguridades sobre el papel o plantear dilemas que le sumen en un constante juego de contradicciones. Ha sido así y así continuará.
En sus Técnicas de iluminación Eloy Tizón (me/nos) ilustraba diciendo que «en una barra de grafito está contenido el mundo». Acto seguido pensé en Valeria Luiselli y su convencimiento de que podemos «inventar al mundo enunciándolo». En este sentido, Lago lo tiene claro: «en la Grecia antigua llegaban unos aedas, unos rapsodas, y contaban relatos a la gente. En el Quijote, aparecían unos cabreros que se sentaban haciendo un círculo y contaban historias. En las fábricas de tabaco de Puerto Rico había un lector, un tipo que leía libros durante la jornada laboral porque muchos de los trabajadores eran analfabetos». Entonces, ¿qué cambia? ¿Por qué tanta «mieditis»? Para recopilar esas historias, «en su momento se inventó el libro; ahora, según parece, al libro le toca desaparecer pero le sucederá otro soporte que no sabemos muy bien cuál es todavía pero en el que pervivirá todo esto». Precisamente, mi interlocutor razona lo siguiente: «ahora mismo, en las series de televisión están los mejores escritores del mundo. La sustancia de lo que queramos llamar literatura está ahora ahí»; al respecto, seguro que Jordi Carrión podría pronunciar más de un discurso –yo, por mi parte, evito entrar en esas lides–.
Libros, papel, muerte, paradigmas, relatos, mundo editorial… Lo que sí hemos de tener bien claro es que aquello que llamamos literatura no escapará, no se nos puede escapar de las manos, pues somos y seremos «seres del lenguaje, animales que hablan, carne que habla», en palabras de Jorge Reichmann.
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Creo que fue Albert Camus quien escribiera, no sé en qué año, que «todo cuanto degrada realmente la cultura acorta la distancia que nos lleva a la servidumbre». Cegados por el materialismo extremo, la sociedad ha sucumbido en la desconfianza y el desprecio por casi todo. «Todo tiene que ver con el capitalismo corporativo», afirmaba en este mismo espacio un Luc Sante más lúcido que nunca. La verdad, es tanta la incredulidad generalizada y tan obvias las funestas «malas artes» de aquellos que, se supone, dirigen este circo, que la cultura ha quedado relegada a un segundo plano, humillada hasta límites insospechados. Este hecho provoca, como bien sabía Camus, que exista un «aborregamiento» –recordando a Ortega y Gasset— cada vez mayor.
Ratificar aquí mismo que la falta de cabezas pensantes y de gente comprometida por alcanzar el bien común es evidente, no es baladí. «Yo vivo fuera de España, veo las cosas con desesperación y creo que es un desastre completo. Las grandes víctimas, ahora mismo, de la ineptitud de los políticos de todos los colores son las generaciones jóvenes», me explica Lago. Yo, atiendo como buen alumno aplicado y sigo escuchando: «Lo que se está haciendo con la cultura, con la educación o la sanidad en la actualidad se traduce en algo muy significativo: que leer un libro sea realmente una cosa muy importante».
Al parecer, leer se ha convertido en un gesto heroico. Solo unos pocos elegidos o unos pocos temerarios –según se mire– deciden «malgastar» su tiempo y sus neuronas en ejercitar su mente, en hacer uso de la palabra para algo más que para «contar anécdotas, decir banalidades amorosas y pedir café», tomando prestadas estas letritas de un tal Julio Camba. ¡Alabados sean los lectores!
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Mi conversación con Eduardo Lago llega casi a su fin. Él tiene millones o trillones de compromisos, una agenda repleta de presentaciones a las que debe asistir pues es el protagonista de todas ellas. Mas antes de finiquitar ese «habla tú que yo te escucho», una última cuestión: ¿En la narrativa de Eduardo Lago, importa más el estilo o el contenido? «Me preocupan muchísimo las cuestiones de estructura para transmitir una serie de sensaciones y de sentimientos acerca de una situación general, y tiene que producirse por ósmosis, para trasladar la emoción de una manera directa; por eso en muchas ocasiones apelo al humor, como en Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee». Pero para alcanzar eso, según el propio Lago, «es necesario dominar una técnica». Al remarca esto, ambos sacamos a relucir la música como mejor ejemplo del dominio de una técnica. «La música ni siquiera tiene palabras que permiten verbalizar las emociones», señala, y agrega: «se produce una reacción emocional muy intensa en quien la escucha, pero eso no sucede si el compositor y el intérprete no son unos virtuosos de primer orden. En este sentido, lo que más me preocupa, insisto, es la técnica al servicio de construir un andamio –que no se debe ver– para que sea el vehículo adecuado para las emociones. Por tanto, la estructura es lo principal para mí. Luego vienen los personajes, el estilo, el lenguaje…».
Volvemos a hablar de Alice Munro unos instantes, del relato corto, de la importancia del cuento en la literatura, de Clarice Lispector y no recuerdo qué más. Han pasado casi ocho meses de aquello. Ocho meses, aproximadamente. Tempus fugit. Pero bueno, siempre supe que volvería a leerte, Eduardo Lago.
Éste es uno de los pocos espacios literarios de la blogosfera, ¡enhorabuena!
Gracias!